Mario Alberto Carrera
marioalbertocarrera@gmail.com
Cicerón afirmó que filosofar no es otra cosa que prepararnos para morir. Descontextuada esta frase de su mundo latino habría sonado, por ejemplo, en los oídos de Nietzsche como anatema o herejía en contra de la “Filosofía de la Vida”, que él sustentó y defendió exultante. Sin embargo, en el contexto de la vida de Cicerón la frase no engendra ni se viste de un concepto fatalista ni menos necrófilo, sino en todo caso purificador y catártico. La muerte entre los romanos era un hecho normal. Es el cristianismo el que cambia el enfoque y perspectiva.
Se teme a la muerte y no se está preparado a recibirla sin estridencia, cuando estamos adheridos a la Vida. Pero no a la vida “en abstracto” y a sus poderosas fuerzas de impulsión hacia el futuro, al bien y a la creatividad. Si no pegados lamentablemente a sus facetas excesivamente sensuales y sibaritas, cuando más que crecer y ser, lo que anhelamos es placer.
A ser nos enseña la Filosofía. Ella nos encamina al encuentro de la esencia del humano que busca su humanización y no su bestialismo, que busca perder la piel de la dehesa y alcanzar un status realmente humano, racional y afectivo en medio de la lucha con la sociedad de consumo de “usar y tirar”.
Un hombre, en cambio como Pedro de Betancourt estaba siempre preparado para recibir casi con júbilo a la muerte. Porque Pedro había cimentado y construido su vida en dar y no en poseer. El envés de la mentalidad de un político.
Aunque en ámbitos muy, pero muy diferentes, Betancourt y Cicerón son almas gemelas, puesto que sabían que el miedo a la muerte se pierde en la medida que nos interesamos más por las altas facultades –del intelecto y espirituales- y entramos entonces y penetramos en una especie de mundanal desprecio por el oropel y las vanidades frívolas del narco oro y los cargos. Y pensamos más en producir para dar, al menos, un salario mínimo digno a quien nos hace ricos…
Cicerón encontró esta divina misión apostólica (apóstol del conocimiento) en la Filosofía. Pedro de Betancourt, en el desprecio por la riqueza -como San Francisco de Asissi- y en la entrega al servicio del prójimo miserable, en la fundación de hospitales para convalecientes y en la creación de una orden a la orden del prójimo: salirse de uno, mismo como el romano y el canario para entrar en la órbita universal.
La vida se adhiere a nosotros terca e insulsamente ¡y con angustia!, cuando nuestra vida es antropocéntrica ¡la nuestra, la propia! Y nuestro fin en el camino de nuestra vida -cuando es el deseo el que nos guía, el deseo de lujos, concupiscencia y poder. Y entonces paradojalmente nos volvemos infelices buscando, según nosotros, la felicidad: acariciarnos la piel con finos aceites y cremas y no el intelecto o espíritu (me da igual cómo lo llame usted) con la inmersión en libros que valgan la pena y no en “novelitas” del Caribe; y en la palabra de los sabios.
Si hemos dejado nuestras vidas alfabetizando al prójimo porque en el conocimiento está el triunfo de las clases marginales -o, mejor aún, en todas las ramas de la educación- nos habremos ganado el cielo aquí en la tierra.
¿y para qué quiere usted más de 80 años sobre las miserias terrenales?