Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Los derechos humanos surgieron soberanos en 1790 o 91, un año después de iniciada la Revolución Francesa y, como el pilar más sólido de aquel movimiento que –y aquí no es hiperbólico– dio un salto gigantesco que cambió a la humanidad, aunque sólo fuera a escala mental porque su consolidación real ¡aún no se concreta!, en la inmensa mayoría de países, aunque sí figuren –hipócrita y cínicamente– en sus Constituciones. Como la nuestra –que es además un ultraje a la condición humana de los más bajos estamentos de la sociedad y también de algunos estratos de las clases medias– por sus contenidos tan contradictorios de cara a la realidad cotidiana grotesca y explotadora.

Afirma la Constitución en su Artículo 2: Deberes del Estado. Es deber del Estado garantizar a los habitantes de la República la vida (que es el principal de los derechos humanos) la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona (cultura, educación). A continuación se articula con otros no menos trascendentes –como el 35– Libertad de emisión del pensamiento, tan difícil de aclarar en sus alcances y teorías que provienen –modernamente– del siglo XVI y XVII inglés y XVIII francés, porque su condición y sobrevivencia –tienen real existencia– siempre que la empresa y la Prensa lleguen a un acuerdo sobre lo que es democracia y libertad. A un acuerdo sobre lo que es la libre expresión del pensamiento –a través de los medios– que el Presidente F. D. Roosevelt, en famoso discurso, dijo que el más importante derecho humano es la libertad de expresión del pensamiento.

Pero querido ciudadano y lector: dígame usted cuál de los conceptos –casi axiomas– de los que aparecen arriba –en el Artículo 2– se respeta, se conoce y se defiende por los ciudadanos –a mano armada o desarmada. ¿Gozamos del derecho a la vida, del derecho a la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona (cultura y educación) en este pobre país olvidado de la mano de Zeus y que es un “hoyo de mierda” (sic) para el Presidente de EE. UU.?

Es muy fácil llenar un opúsculo –porque no llega a libro– lleno de sandeces que no he escrito yo porque soy discípulo de Atenea Partenos, sino un grupo bastante numeroso de “dignatarios” guatemaltecos inescrupulosos que, con la bayoneta de Mejía Víctores, en la espalda, escribieron un libro donde lo real maravilloso se conchaba con el realismo mágico y crean una obra en la que (con delirios kafkianos) llenaron un librito de (“palabras, palabras, palabras”) y pusieron, según ellos las bases de “granito” y “mármol” sobre la que se monta la flamante y mentirosa Constitución de la República.

Entre los principios axiomáticos citados (Art. 2) como “Deberes del Estado” y que son derechos humanos, me causa una amarga carcajada el de la libertad. ¿Para qué son libres los ciudadanos de a pie: de ir a la Iglesia, por ejemplo, pero no de hablar públicamente en contra del Ejército o la clase dominante.

¿La justicia? Sólo los pobres van a Pavón. Los ricos se van al Centro Médico, al Herrera o al Hospital Militar. Dejemos por un segundo la seguridad (impuesta a compás del miedo por el ministro de Gobernación o la seguridad) porque quiero cerrar esta columna con el tema de la pésima educación pública de Guatemala y la Cultura, en manos de necios a los que seguramente les cuesta mucho saber si un cuadro es de Gauguin, Cézanne o Klimnt. Y se les hace un rollo inextricable los olmecas, con los toltecas, los aztecas y los quichés.
Continuará.

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