Víctor Ferrigno F.
Se termina el año y finaliza uno de los peores gobiernos que hemos tenido, en el marco de una crisis política e institucional casi generalizada en el continente. Bien vale la pena reflexionar sobre la situación y perspectivas nacionales, pues se avecinan “tiempos recios”, ya que a Giammattei le reventará la caldera que, durante cuatro años, ha atizado el Pacto de Corruptos, agravando todas las carencias de la población, quien demandará soluciones inmediatas.
Existe un generalizado malestar cívico contra el ordenamiento político existente, debido a su falta de representatividad y utilidad social, por autoritario, costoso y corrupto. El repudio ciudadano no se reduce al Ejecutivo; incluye al Congreso, a los partidos políticos y a sus representantes. Por ello las organizaciones sociales buscan incidir en el poder político sin la intermediación de los partidos, impulsando diferentes iniciativas, sin encontrar eco en el Estado.
En la construcción de la democracia contemporánea, los esfuerzos se han centrado en la limitación, regulación y legitimación del poder de los gobernantes, en defensa de los intereses de los gobernados. Comenzando con la reducción del poder absoluto, separando sus funciones ejecutivas, legislativas y judiciales, encomendándoselas a sujetos diferenciados. En Guatemala, sin embargo, no hay una real división de poderes; el partido oficial de turno domina el Congreso y el Ejecutivo, anulando el sistema de pesos y contrapesos, lo que da origen a abusos e imposiciones.
En segunda instancia, tales poderes han sido regulados mediante el establecimiento de normas, de obligatorio cumplimiento, que establecen los límites de la discrecionalidad de los gobernantes. En nuestro país, empero, los funcionarios son los primeros en violar la ley, retorcerla a su antojo, o modificarla según sus personales intereses.
En tercer lugar, constitucionalmente se ha establecido que el único fundamento válido del poder es la voluntad soberana del pueblo, de donde nace su legitimidad. Cada nuevo gobierno, a contrapelo, sostiene que por el triunfo en las urnas, no están obligados a rendir cuentas.
Estos conceptos fundantes son los que hacen viable la democracia, entendida como gobierno del pueblo para el pueblo. Es gobierno del pueblo porque de él emana y porque éste participa permanentemente en su ejercicio, fiscalizándolo, encausándolo o revocándolo; es gobierno para el pueblo, porque sus fines, políticas y recursos deben encaminarse a resolver las necesidades de la población.
Aún mayor cuestionamiento social se percibe contra el modelo económico mercantilista y usurero que nos empobrece. La iniciativa privada le apuesta al comercio, a los servicios y a la especulación financiera, no a la productividad; el mantenimiento y la creación de fuentes de trabajo es un mito. En el contexto del modelo neoliberal en boga, para decirlo con palabras de Eduardo Galeano, se pretende sustituir el concepto de Estado por el de mercado, el de gobierno por el de corporación, y el de ciudadano por el de consumidor.
En ese contexto, nuestro orden social, racista y excluyente, es una de las mayores fuentes de conflicto, impidiendo que el ciudadano sea libre política, social y culturalmente.
A este generalizado rechazo al sistema vigente, se suman la ausencia de un proyecto nacional alternativo y la carencia de un liderazgo político que lo encabece. Con la espada del hambre y la pobreza sobre la nuca, estamos al límite de entablar un debate nacional para darle rumbo y contenido a Guatemala, y debemos hacerlo en el marco de una Asamblea Nacional Constituyente. Lo tendremos que hacer por las buenas o por las malas; el nuevo acuerdo nacional lo escribiremos con tinta o con sangre.