Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera
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Sólo hay dos clases de países: los que dan préstamos multimillonarios y los humildes que piden prestado sumisos, abatidos y pequeños. El BID y el Banco Mundial son agencias de las grandes potencias. Todos se autollaman civilizados, adoradores del progreso y devotos de la cultura.

La palabra “civilización se define de manera escurridiza y quizá hasta polisémica. Civilizar, dice el Diccionario de la Asociación de Academias (DLE) es “sacar del estado salvaje a pueblos y personas” y también: “educar e ilustrar”.

¿Se dedica la “civilización” a educar e ilustrar ¿O a producir e inventar objetos obsolescentes, superfluos, banales o realmente innecesarios ¡y enajenantes!, al menos para el grueso de la población que los utiliza?

La manufactura de objetos corrientes, pero mayormente caros y sofisticados es a lo que se dedican las “culturas” nuestras. Que yo sepa, muy pocas instituciones mundiales dedican todos sus esfuerzos en poner a la orden del estudiante o del profesional artículos que les permitan realizar sus estudios con eficacia y rapidez. Más bien los llenan (y se los vuelven necesarios e imprescindibles) artilugios o artefactos que, con la fachada de que hacen maravillas científicas, lo que hacen más son juegos, redes sociales y mensajitos que los imbecilizan. Nadie, en este país que sobrevive de milagro en todo sentido, se preocupa gran cosa -ni siquiera el Ministerio de Educación- cuyo trabajo es pura monotonía, pero no cambio, revolución y mejoras profundas como por ejemplo una nueva manera de enseñar la Historia Patria de los últimos 75 años.

Como vengo diciendo, la primera acepción del Diccionario nos informa que “civilizar” es sacar a una persona del estado salvaje. La 23 edición matiza algunas de estas partes de la citada frase. ¿Yo me pregunto si no debiéramos rogarle que modificara la definición de tal (civilizar) porque de la manera en que la contextúo en estas dos columnas y en la perspectiva de nuestro mundo global ¿será bueno sacar a una persona de su estado “salvaje” para “civilizarlo”, que era el antiguo concepto de los viejos curas doctrineros y así insertarlo en la cultura mundial.

Celebro con Rousseau y con Chateaubriand el sentimiento romántico del estado salvaje, porque el salvaje está más cerca de la Vida diría Nietzsche. Y hago con ellos la apología del no civilizado (en el sentido del no contaminado con las llagas de nuestra civilización y cultura, hasta donde es posible) porque deviene un ser más puro y más limpio que el que ya ha sido contaminado en las grandes urbes donde ¡sólo!, se trabaja como en China y también en unas grandes poblaciones de EE. UU. que sueñan con el Cadillac y, con él, toda la sarta de objetos alienantes.

Por una casualidad o por un acercamiento que ejercía atracción irrumpió la vida que nos ha llevado a ser este raro espécimen humano que habla. Nacimos para hablar y crear con la palabra y no para laborar 8 o 12 horas diarias mecanizados como los inmensos aparatos de las mismas fábricas.

El ocio es muy importante. El ocio en el que tengo tiempo para reflexionar en mí y en los otros. El ocio que no aísla de la civilización. Por eso Freud publicó “El malestar en la cultura”. Que habla de la deshumanización del hombre y el malestar que enfrenta con el trabajo.

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