Mario Alberto Carrera
marioalbertocarrera@gmail.com

La Revolución del 44 fracasó por varias razones: pugilismo sangriento entre la derecha (Arana) y el ala izquierda del mismo movimiento: Árbenz Guzmán ¿capaz de asesinar a su contrincante por su ambición de ser Presidente?

¿Complementación ideológica entre los pensamientos exóticos del socialismo espiritual arevalista? (¿de dónde sacaría el nombre?) con el que también Arana y sus amigos –como Mario Alvarado Rubio– fueron fieles al agricultor feudal y a las castas militares y añejos linajes del país.

La posición de filiación demócrata liberal –en unos pocos– pero decididamente marxista en los tres cerebros que aconsejaban a Árbenz: Cardoza y Aragón desde Moscú y Víctor Manuel Gutiérrez y Carlos Manuel Fortuny y todos los que se asociaron –que fueron muchos– al PGT (que se iba a llamar Partido Comunista) y que fueron (los elementos marxistas) excusa de la intervención y ocupación norteamericana por la CIA.

La traición del Ejército a Árbenz que le dijo: señor Presidente ¡lárguese!, porque su presencia nos compromete como casta, uno o dos días antes de que J.A. volara a México a llorar “su desventura-desventurá”. Creyó en el coronel Carlos Enrique Díaz de León que, precisamente, le quiso robar la guayaba frente al mismísimo embajador gringo.

Además, los cambios (en este caso sí estructurales) de la nacionalización de la Empresa Eléctrica, los ferrocarriles y la Reforma Agraria cuyo látigo más ardiente cayó sobre la UFC (Bananera) afectando a los hermanos Dulles, amigos y funcionarios de Eisenhower. Affaire por el que se incomodaron y pusieron enfurecidos todos los miembros de la alta sociedad del Reino, sobre todo aquellos que aún –casi como ahora– tienen feudos y son obscenos terratenientes explotadores, en cuyo clan aún se integraba la Iglesia Católica Apostólica y Romana.

Y este –acaso– sea la piedra clave del arco, la columna vertebral de las causas que hicieron que la famosa Revolución del 44 muriera por tantas abstrusas razones: ahora me refiero al altivo gesto guatemalteco de rebelión y de escandalosa subversión incendiaria, ante las órdenes –en contrario– de los Estados Unidos, mediante su embajador Peurifoy, de detener el movimiento comunista que se gestaba en Guatemala. Y tenían razón. Sí que había algo o bastante de eso y en el otro lado del mundo, en la Unión de Repúblicas, Socialistas, Soviéticas –que se habían desarrollado para la guerra y no para la Humanidad, a la que mató por millones– hubo un plan (de los más potentes entre los proyectos soviéticos) de tener un punto, en América Latina que fuera catapulta para un arma atómica que calcinara a los EE. UU. Este peligro inminente y la posibilidad de ser llevado a la práctica en Guatemala, fue lo que nos hundió. Sin embargo, el proyecto se congeló aquí, pero no en Cuba donde unos dos o tres años después la URSS tuvo su catapulta atómica puesta a las órdenes por Fidel Castro. Y esto es verdad. Lo prueba la crisis URSS-EE. UU. –con escenario en las aguas del Caribe– que estuvo a punto de acabar con medio planeta. La URSS cumplió su “capricho”, pero no en Guatemala del 57 sino en Cuba del 59. Pero con esto podemos entender la magnitud del desafío chapín contra un Goliat con el que acaso nunca debió haber contendido.

Si no hubiera ocurrido este debate atómico y quizá lo del asesinato de Arana, la Revolución del 44 habría dado otro sesgo. No como el de ir a la guerra de guerrillas –y repartir armas a todo el mundo– como Cardoza y Aragón exigiera a Árbenz. A buena hora, porque ya el glorioso Ejército de Guatemala había traicionado a Jacobo, mártir de una obsesión desmedida de poder.

Seguiré con este tema otro día.

Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

post author
Artículo anteriorLanquín, ejemplo de corrupción nacional
Artículo siguienteDel resentimiento como problema nacional