Mario Alberto Carrera
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El brote fundamental y esencial de la Revolución de 1944 (tema, en general, del que he estado escribiendo últimamente) no tuvo una ideología orientadora y adoctrinadora. ¿Nació casualmente? No, con exactitud. Pero sí en cierto sentido. Vino al mundo en la ciudad de Guatemala –para su bien o para su mal- de un grupo numeroso pero variopinto y casi inextricable. Un frente en el que había de todo y en el que se podía pensar de todo. Sin embargo, primaban las ideas democráticas que -algunos países americanos- ya se sostenían con vehemencia. Ya estaban en plena conformación las instituciones internacionales que levantaron y montaron en definitiva el pedestal inexpugnable –hoy- de los derechos humanos nacidos muchos años atrás en el 1789 francés.
Pero no todo el mundo que estuvo o apoyó la Revolución del 44 tenía la suerte de conocer estas ideas. Ellas eran de élite. Eran del grupo de estudiantes universitarios, maestros y profesionales que en un 100% dio su pecho al movimiento. El resto de personas (y este era el sentimiento de todos) lo que querían era sólo la expulsión del tirano. Casualmente, esta ha sido la razón -a través de los siglos- del nacimiento de las revoluciones: Ese fue el motivo de la francesa, de la rusa, de la nicaragüense y de la guatemalteca.
Tumbar al Príncipe de Macchiavelli pero nada más. Y por eso es que hay tanta confusión y a veces un ambiente cruento y fatal al inicio de estos movimientos. Porque lo que se desea con fruición y exultantes es la desaparición del autócrata,
de la tiranía y de quienes lo rodeaban, no hablemos de grupos que en efecto lo rodean, pero ya con una ideología. Este no fue el caso de Guatemala. Aquí hubo nada más un anhelo: que caiga Ubico y después su clon Ponce. Y luego, seguramente todo será coser y cantar. Más no ocurrió de tal manera. Una vez tumbada la dictadura fue el lógico momento de comenzar –supuestamente porque tampoco fue así- una era, una época histórica que representara la negación de la maloliente fase anterior. Y allí vino la disimulada –aunque a veces clara- división de la Revolución del 44. Que, en sus primeros días, ya se observó que había un grupo Ideológico-socioeconómico de la alta burguesía en apoyo de Francisco Javier Arana. Y un grupo democrático (pero exageradamente izquierdista para el gueto guatemalteco) en apoyo de Árbenz; y finalmente una tercera posición –la arevalista- que surgió como del sombrero de un mago -acaso llamado Juan José Orozco Posadas- que puso en la Presidencia de la República a un señor totalmente desconocido para el guatemalteco de a pie, pero muy reconocido en cambio en el gremio magisterial, pues el futuro mandatario había sido oficial mayor del Ministerio de Educación -en tiempos de Ubico- como Asturias fue su diputado a dedo, como todos los que tuvieron curul aquel tiempo.
Primero, lo único que se (quería porque toda Guatemala era prácticamente un campo de concentración donde el silencio era el rey y la delación su reina) era que Ubico se fuera mil veces a sitios escatológicos. Pero despuesito la cosa comenzó a cambiar. Llegó Arévalo y puso en práctica su exótico “socialismo espiritual” y en medio de aquel pensar tan a lo argentino, se fueron metamorfoseando -hasta volverse en dos púgiles terribles- el coronel Francisco Javier Arana y el coronel Jacobo Árbenz. En una esquina: Árbenz con el lastre de Víctor Manuel Gutiérrez y de José Manuel Fortuny sin menospreciar el de doña Maruca. Y en la otra esquina del ring: Francisco Javier Arana con uno de los Toriello y su tribu, y con el osado pensamiento colonial a cuestas y el deseo al retorno de la Historia.
Pero en eso aparece Carlos Castillo Armas y su CIA, quien resuelve la contienda sangrienta (asesinato de Osorio por Árbenz) volviendo hacia atrás y estableciendo una clonación perpetua hasta 2019.
Continuará.