Luis Fernández Molina
Es comprensible que la mayoría de los guatemaltecos no estén familiarizados con el Código Penal (CP). No es de uso cotidiano ni de fácil asimilación, ni siquiera para los profesionales del Derecho y son pocos los penalistas con visión holística del tema. Tampoco los diputados. Sin embargo, no es una normativa aislada, ajena a todo el entramado social, es el mecanismo de fuerza que utiliza el Estado para la defensa de los ciudadanos e imponer el orden público.
El CP en sí es viejo; en un par de años va a cumplir medio siglo de vigencia. Claro, se le han operado muchas reformas a lo largo de esas cinco décadas (y ahí radica parte del galimatías). Existen otras leyes conexas pero dispersas en muy diferentes decretos; cuando se leen los años de las penas resulta que en otra ley reciente, las modificaron. Algunos juristas analizan un artículo sin percatarse inicialmente que ¡vaya sorpresa! ya fue reformado. El catálogo de delitos está disperso en muchas leyes: contrabando aduanero, portación de armas, medio ambiente, impuestos, migración, entre otros.
En los inicios de los años noventa se dio curso a una iniciativa más balanceada en cuanto a los procedimientos, de esa cuenta se reformó el Código Procesal Penal (CPP) –que está cercano a la treintena–, pero más aún, se modificó diametralmente la dinámica de los procesos. La acusación particular sería cosa del pasado, en el nuevo orden el derecho y obligación de promover la acusación correspondía al Ministerio Público.
En esos años noventa emergía de las tinieblas el problema del narcotráfico; empezaron a sonar las tropelías de los narcos colombianos, mexicanos y de otros países regionales, Guatemala incluida. Por lo mismo, la reacción de los estados era ir “cerrando el círculo”. Primero, combatir el tráfico de narcóticos, que es el punto de partida de todo este andamiaje tenebroso, de ahí que la primera ley es para enfrentar directamente al narcotráfico: Ley Contra la Narcoactividad (Decreto 48-92); para perseguir el uso del dinero obtenido de ese siniestro comercio: Ley Contra el Lavado (67-01); para debilitar las bandas que se formaban: Ley Contra la Delincuencia Organizada (21-06); para desmotivar las compras que hacían delincuentes: Ley de Extinción de Dominio (55-2010) y para prevenir a los funcionarios corruptos: Ley Contra la Corrupción (31-2012).
El CP está estructurado de tal manera que coloca en el centro de cada sección o capítulo determinados valores cuya protección y vigencia son primordiales. Son como altares sagrados alrededor del cual se apostan centinelas que forman un círculo protector. Se establece así un orden de valores que empieza con la vida y la integridad personal. Surgen aquí las figuras delictivas de homicidios y lesiones. Después de la vida viene el honor y de ahí las actitudes que lo amenazan: Injuria, calumnia, difamación. Luego la libertad, empezando por la libertad sexual, aparecen las figuras de violación, estupro, abusos; el rapto, secuestro, detenciones ilegales. Continúa con los valores de la propiedad: robo, hurto, estafa. En la segunda parte están los resguardos del orden social e institucional. Es menester protegernos de funcionarios corruptos y evitar que se enriquezcan con los bienes públicos.
El objeto de todo orden penal es el de disuadir que, potenciales delincuentes, cometan actos al margen de la ley, actos que afecten los valores arriba descritos. Por lo mismo, para que ese efecto disuasivo sea eficaz, debe “imponer miedo”. Para lograr ese fin, el sistema debe contemplar fuertes sanciones (proporcionales a los hechos) pero también de ser eficiente; de nada sirven sanciones muy duras en papel si no se van a imponer. (Continuará).