Los diferentes fenómenos sociales que se están dando en América Latina tienen diferentes orígenes pero en todos se pude detectar fácilmente una sensación de hartazgo de los pueblos ante los abusos y desmanes que cometen, por distintas razones, grupos de poder que marcan el rumbo de cada uno de esos países. No hay un parámetro sobre qué provoca ese cansancio de la gente, pero lo que no se puede obviar es que pobladores que actuaron con tolerancia y pacíficamente ante situaciones que les molestaban, llegaron a un punto en el que se sintieron presionados para actuar y tratar de poner fin a sus respectivos calvarios.
Algunos tratan de justificar las revueltas diciendo que son inspiradas por movimientos radicales alentados por oscuras fuerzas malignas, pero la verdad es que cuando uno ve la disparidad en el objetivo de los reclamos no puede asignarse a una corriente ideológica la capacidad de movilización. Los movimientos sociales en Chile no tienen ningún vaso comunicante, ideológicamente hablando, con los de Bolivia y lo mismo puede establecerse en el análisis de lo ocurrido en otros países.
Pueblos que soportaron estoicamente el abuso de grupos que se sintieron intocables empiezan a despertar y se hartan de la situación que padecen, al punto que, de forma más bien inesperada, se produce el reventón que sacude a tantas naciones por estos días. Algo es lo que está provocando esas reacciones que fueron imposibles de predecir y es que hasta pueblos resignados que por décadas aceptaron como inevitable su sufrimiento o adversidad, de pronto se ponen de pie y, con violencia, obligan a cambiar el rumbo que llegó a provocar esa desesperación y resentimiento.
En Chile, en medio de una prosperidad macroeconómica importante, el sentimiento de la gente era de resignación al encontrar cada día más dificultades para satisfacer necesidades elementales en medio de esa “bonanza” mundialmente reconocida. En Bolivia, la vieja tendencia latinoamericana a la negativa a la alternancia democrática puso fin a un régimen que había alterado las viejas y tradicionales formas de poder.
En Guatemala, en cambio, los ciudadanos saben que viven en un régimen corrupto con un Estado capturado por un pequeño grupo que logró ponerlo a su exclusivo beneficio gracias a la utilización combinada de dinero producto de la corrupción y dinero producto del crimen organizado, pero siguen tirando de la carreta indiferentes a esa podredumbre. Ojalá ello no sea hasta que aparezca un astuto populista que se aproveche de las circunstancias para llevar agua a su molino y extender, en otra dirección, el calvario de la gente.