Mariela Castañón

mcastanon@lahora.com.gt

Licenciada en Ciencias de la Comunicación, once años de ejercicio periodístico en la cobertura de niñez, juventud, violencias, género y policiales. Becaria de: Cosecha Roja, Red de Periodistas Judiciales de América Latina, Buenos Aires, Argentina (2017); Diplomado online El Periodista de la Era Digital como Agente y Líder de la Transformación Social, Tecnológico de Monterrey, México (2016); Programa para Periodistas Edward R. Murrow, Embajada de los Estados Unidos en Guatemala (2014). Premio Nacional de Periodismo (2017) por mejor cobertura diaria, Instituto de Previsión Social del Periodista (IPSP). Reconocimiento por la "cobertura humana en temas dramáticos", Asociación de Periodistas de Guatemala (2017). Primer lugar en el concurso Periodístico “Prevención del Embarazo no Planificado en Adolescentes”, otorgado por la Asociación Pasmo, Proyecto USAID (2013).

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Mariela Castañón
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Diariamente en Guatemala, 40 niñas y niños quedan huérfanos por la muerte violenta de alguno de sus padres, según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). La estadística es preocupante porque a la par de la orfandad vienen otros problemas como depresión, deserción escolar, trabajo infantil, o en el peor de los casos institucionalización.

Miguel (nombre ficticio para evitar revictimización) era un niño de 12 años que conocí en julio de 2010. Perdió a su papá, un piloto del transporte público, el 20 de octubre de 2009. Miguel tiene cinco hermanos que en ese año tenían edades comprendidas entre 15 y 1 año y medio.

Nueve años después todavía recuerdo a Miguel y a su familia. El día que los visité en su casa, la mamá del niño recién había vendido el tambo de gas, porque no tenía dinero para alimentar a sus hijos.

Miguel en una esquina de su humilde casa pegó un dibujo de su papá, que él mismo hizo en la escuela. Él, con la inocencia que caracteriza a todos los niños, me mostró el dibujo de su padre y me dijo que quería dejarlo en esa pared para recordarlo siempre.

Tantos años han pasado de esa entrevista y la reiteración de estos temas desde el periodismo, pero poco se ha logrado para que el Ministerio de Gobernación implemente mecanismos para prevenir o disminuir la violencia homicida.

Tampoco se han creado programas de atención integral para la niñez en orfandad y el reflejo de eso es que hoy estamos como en el principio, en nada.

Un claro ejemplo es el caso de la familia de Darwin Giovani Bosarreyes Corado, agente de la Policía Nacional Civil (PNC), de 23 años, quien fue asesinado el 16 de julio de este año en la autopista a Palín, Escuintla.

La esposa del policía tenía tres meses de embarazo cuando él fue asesinado. Ella no podrá dar a luz en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS), porque su esposo solo tenía tres meses y once días de haber ingresado a la institución policial y por tanto, ni él ni ella podían ser beneficiarios de los programas de atención, tampoco tuvo oportunidad de inscribirla.

Detrás de cada muerte violenta existe una historia, un entorno familiar, laboral, personal y un contexto de vida. Los asesinatos dejan secuelas para los deudos, quienes deben continuar con los retos que provoca la ausencia de un ser querido.

La niñez que vive en condiciones de pobreza y precariedad es la que más padece las consecuencias de las muertes. He conocido varios casos donde las niñas, niños y adolescentes (NNA) tienen que dejar su formación académica y empezar a trabajar a su corta edad, para apoyar en el núcleo familiar. Esto también los hace vulnerables a la trata de personas.

En otros casos, ante la ausencia de los dos padres o recurso familiar idóneo y familia ampliada, son institucionalizados.

Hasta el momento no he escuchado ninguna propuesta de Estado, que permita atender las necesidades de la niñez en orfandad, sería muy valioso que el tema se abordara integralmente e interviniéramos todos los sectores de la sociedad.

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