Dra. Ana Cristina Morales Modenesi
Era un hombre, quien quería sobresalir, tal vez, como muchas otras personas. Su actitud, parecida a la de un artista en pleno estrellato. No le importaba nada más que él. En algún momento, alguien le dijo que era muy guapo y en el correr de su vida, esa característica, lo definió. También, alguien le dijo que su voz era de tenor y que estudiando sería un ruiseñor en el canto. Y entonces, comenzó a hacerlo.
Su maestro de canto lo alentaba con vehemencia. Ya que contaba con escasos alumnos para ganarse la vida. Cada vez, en el comienzo de su innovadora tarea cantaba escalas hasta llegar a su tonalidad más alta, esforzando su voz, de tal manera, que desafinaba y sin siquiera darse cuenta de ello. Porque era tan feliz, creyendo en su nueva virtud, que sólo el hecho de cantar le producía una alegría celestial. Y entonces era así: la, la, la, laa, la, la, la, laa, laa. El maestro lo corregía y el alumno era tenaz. Pero siempre incurría en los mismos errores, y el maestro con gran paciencia, recurría a corregirlos. Para que no se aburriese este importante y esforzado alumno, su instructor de canto decide darle a ensayo el Ave María de Schubert. El Divo se emociona con tal noticia y ensaya creyéndose un Pavarotti en el asunto. Escuchaba la interpretación de los famosos, y al hacer esto conjeturaba su imagen haciéndolo.
Al cantar cometía tantos errores, que el maestro se jalaba los pelos. Pero, siempre prudente y suave al corregir, para no ahuyentarlo. Los vecinos al oír semejante versión, caían en desdicha y lloraban inconsolables, los perros y gatos, aullaban y maullaban, acompañando la desarmonía formada. Y esto, era dilucidado por el joven como un aplauso para su interpretación, por lo que constituyó en una motivación más, para que el cantante se esforzara en dar tonos más altos, que degollaban el alma y enfurecían a las personas serenas.
El esforzado y desgastado maestro le promete su deseado recital de canto. El alumno, comprometido y necio ante el asunto, ensaya con una firmeza aún mayor. Nadie se atrevía a decirle nada, le conmovía su desafío a un imposible, y el maestro lo seguía alentando. Él se imaginaba en grandes escenarios, admirado y deseado por el mundo.
Su felicidad era tal, que ni los ángeles en el cielo, se atrevieron a contrariarlo. El día del recital de canto, previo a él desfilaron algunos otros alumnos, algunos muy bien afinados, otros, pretendiendo estarlo. La gente aplaudía cada interpretación, y los cantantes se mostraban cada vez más entusiastas y gratificados.
Él se encontraba entre los más impacientes por pasar al escenario ante un público escaso. Se miraba en el espejo de pies a cabeza, no descuidaba ningún detalle de su presentación física, lucía un smoking negro acompañado de una camisa blanca y un corbatín corinto, además guantes blancos y zapatos negros de charol. Es presentado por el maestro y da comienzo su audición. La gente llora y siente angustia, pero algo conmovedor les sucedió al observar esa necesidad de aplauso y al satisfacer la propia necesidad de llanto. Y entonces, le aplauden.