Luis Fernández Molina
Doña Tencha apresuró el paso por las empedradas calles; brincaba los charcos y los extensos lodazales. Casi corría, algo inaudito para una mujer de su edad y condición. No la afligía la lluvia ni le importaba mojarse; tampoco la preocupaba que ya hubiera cerrado la abarrotería de don Isidro por si faltaba alguna especia para curtir tampoco el caldillo para el próximo fiambre. No, esas cosas no le afectaban en este momento. Sus largas enaguas parecían campanas tocando a rebato hasta que alcanzó la esquina que divisaba el frente de la iglesia y eso la tranquilizó; suspiró aliviada cuando pudo divisar el atrio y que luces amarillentas salían de la puerta principal.
“¿Qué le pasa doña Tencha?” preguntó el viejo sacristán. “Viene usted muy agitada.” “No va a ser de menos don Milo necesito ver al padre y que me llene de agua bendita este frasco.” “Y se puede ¿Para qué quiere agua bendita doña Tencha?” “Es que apareció una mariposa negra, espantosa, que se posó en el zaguán. Y allí está quieta, no se mueve.” “Y ¿qué con eso?” “Ay don Milo, no se haga. Usted bien sabe que esos horribles bichos son mensajeros de la muerte y de otros malos augurios. Algunos dicen peores cosas, que son las mismísimas ánimas de algunos condenados que por alguna razón están deambulando en este mundo.” “No es para tanta doñita. Son bien feas, es cierto, pero no hay que creer en esas supercherías. ¿Por qué no saca la mariposa a escobazos?” “Ay don Milo, ¿Cómo voy a espantar o matar a ese monstruo? Me quedaría marcada de por vida. Mejor vaya y pregúntele al padre.” “Está bien, voy a ver, estaba por salir a ver a una persona al parecer moribunda.” “Ya ve don Milo esos bichos traen calamidades.” “Nada que ver doña Tencha. Este enfermito, don Eusebio, ya rascaba los cien años según dicen y se ha empeorado con esta humedad.” Cuando Milo fue a buscar al padre, aprovechó estar sola fue corriendo a la pila que estaba en la entrada del templo y como pudo fue llenando el frasco con el agua bendita que contenía. A pesar de su sigilo Milo la sorprendió: “Con que esas tenemos doña Tencha?” “Ay disculpe don Milo.” “No tenga pena, de todos modos, el padre ya se había ido. Ojalá le sea de utilidad el agua bendita, pero recuerdo que es bendita, úsela adecuadamente”. Se despidió de don Milo quien se tuvo que quedar cuidando el templo. Había que tener mucho “ojo al Cristo” porque se sabía que en algunas iglesias de la colonia algunos profanos y sacrílegos robaban imágenes y cuadros antiguos. Había muchas imágenes que, según decían, eran del siglo XVI, y unos óleos enormes, oscurecidos por el humo centenario de las veladoras y candelas, que también eran muy valiosos.
Cuando Tencha regresó las tinieblas se posaban sobre el empedrado y se acuartelaban en los lóbregos rincones del zaguán. A pesar de la oscuridad, se percibía la mancha de la mariposa, dominante, como una sombra ominosa que parecía ser mucho más grande de sus veinte centímetros. Al nomás entrar pensó en rociar el agua bendita pero pronto cambió de idea, no fuera a ser que se agitara el animal y en vuelo errático la rozara. Ese toque sería como un puro beso del diablo o como una marca de lepra. Postergó la cruzada purificadora para el amanecer; después de todo la oscuridad es la aliada de los emisarios de las malas noticias.