Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera
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Pero hablando de magnicidios, Guatemala se lleva las palmas, la corona de laurel y el tridente no precisamente de Neptuno sino de Satán. Hoy ha sido amplificado el sentido de magnicidio por la AASALE-RAE, de manera que lo aplico a los dos embajadores que fueron asesinados hace años, a Reyna Barrios, a monseñor Juan José Gerardi, al coronel Carlos Alberto Castillo Armas y/o al coronel Francisco Javier Arana. Y a lo mejor hay otros más. Con esa vocecita nuestra que casi siempre susurra (con “eshe”) si la comparamos con los rugidos que dan los españoles al menor de sus prontos.

En vez de recomendarle Tony Raful (representante de la Dominicana y actual Presidente del Parlacen, en Guatemala) al autor de la novelita de entretención sobre Castillo Armas, Raful –que me imagino se las da de conocedor a fondo de la política y la historia de Guatemala, más ahora que es diputado por el retrete Parlacen– le debió mejor haber sugerido que escribiera sobre otro magnicidio sensacional: el del coronel Francisco Javier Arana (extriunviro a la caída de Ubico-Ponce). Y, durante el gobierno de Arévalo, Jefe de las Fuerzas Armadas, curiosamente, cargo superior al de ministro de la Defensa que ostentaba Árbenz, ¡adalid del anticomunismo en Guatemala! y amigo íntimo de EE. UU., según lo afirmó ¡en voz bastante alta, exultante y apasionado! el autor de la novelita, sobre Caca, en su presentación en la Casa de América– donde dio un discurso y preguntas y respuestas entre las que, con absoluta confusión de todos sus sentidos (como quería Rimbaud) afirmó, repito, que Árbenz era ¡anticomunista!, y amigo de Estados Unidos. No sabe el autor de la novelita las carcajadas que levanta tal afirmación en nuestro país donde ocupa lugar de honor el cuadro de Diego Rivera, “Gloriosa Victoria”. En este caso sí que luce aquello de “que ni tanto que queme al santo ni tampoco que no lo alumbre”. Es decir, si Árbenz no fue un stanilista tampoco fue un puritano que abjurara de Lenin. Tenía muchos amigos realmente comunistas y su misma mujer (“la Maruca”) lo era y más que él. Era ella la que más leía, se documentaba y se adoctrinaba con los intelectuales comunistas del PGT y otras agrupaciones que la visitaban. Lo más “divertido” de todo es que tanto doña María como don Jacobo eran ricos terratenientes. Ella de toda la vida y él de reciente incorporación con lo de El Cajón, como Willy Toriello con su magnífica finca Torolita y su no menos espléndido casamiento con la Cervecería.

Ya que tanto defiende y proclama el anticomunismo de Árbenz y su “amistad” con los Foster Dulles y Eisenhover (el autor de la novelita) y que le gustan los thriller con suspense tropical, calientón y “Despacito” (le aconsejo como el sabio de Tony Raful) que ahora haga otro novelón –acaso por entregas como se hacía la GENUINA Novela Histórica (que definiré técnica y científicamente en otra columna) para que descubra cómo ¿asesinó?, observando la matazón y todo y la carnicería (desde El Morlón) Jacobo Árbenz a Francisco Javier. Y sabe ¿por qué? Porque los dos querían ser el próximo Presidente y Arévalo los puso en juicio y tomando en cuenta las edades y que los dos habían sido extriunviros con el burguesísimo Jorge Toriello, les dijo: primero gana las elecciones Arana y cuando su gobierno concluya, usted –coronel Árbenz– accederá a solio que anhela. Pero esto no le pareció a los amigos bolcheviques ni de Arévalo ni de Árbenz ¡y a darle agua, pues!, pero esta vez no fue en el Motagua (río Predilecto del “otro”, Arana Osorio) sino en el Michatoya –sobre el puente de La Gloria– donde de chiquito mi papá –el también coronel y licenciado Mario Carrera Wyld– me llevaba a tomar helados artesanales.
Continuará.

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