Un manifestante coloca madera en una barricada en las calles de Santiago de Chile. Foto AP

América Latina se había convertido en una región afectada por la violencia criminal pero pacífica desde el punto de vista político porque los pueblos mostraban altos niveles de tolerancia aún y ante la presencia de una clase política que, como lo demostró la corrupción de Odebrecht, se enriquece a costillas de las necesidades de la población. Tras años de intensos conflictos sociales, en algunos casos hasta auténtica guerra civil, la mayoría de los países de la región entraron en un período de tranquilidad siendo las esporádicas manifestaciones generalmente pacíficas y dentro de los marcos cívicos.

Pero en los últimos tiempos se ha visto que en distintas naciones de la región se producen explosiones sociales que llegan a ser violentas y han costado vidas, producto de niveles de obvia desesperación de los pueblos que se empiezan a manifestar en formas que no tienen precedente en estos últimos años. Los motivos son muy variados y van desde el rechazo a regímenes vinculados con el narcotráfico, como en Honduras, hasta a profundos reclamos sociales de los chilenos que detonaron por el aumento al precio del pasaje del transporte público, lo que hizo aflorar una larga lista de insatisfacciones en un país con alto crecimiento económico pero que, por lo visto, con enormes problemas de desigualdad y marginación.

En el caso chileno las autoridades y los políticos del país reconocen que se dio por sentado que el crecimiento era suficiente y que la gente estaba satisfecha con lo que recibía, pero la protesta indica que esa próspera economía ha tenido un costo social que ahora reclama la población y que, después de desbarrar inicialmente, el gobierno lo termina reconociendo.

Es importante que los políticos entiendan a los pueblos y asuman políticas que promuevan desarrollo para todos. La igualdad absoluta es imposible y ni siquiera los regímenes comunistas la han logrado, pero esas abismales diferencias entre los beneficios que perciben unos y las migajas que quedan para otros ha sido siempre objeto de preocupación, tanto así que ya en los mismos Evangelios se abordó el tema en reiteradas parábolas planteadas por el mismo Jesucristo.

En el marco de las naturales diferencias que se derivan de nuestra propia diversidad en talentos y esfuerzos, debe entenderse que modelos que acumulan todos los beneficios para unos pocos no son sostenibles, ni siquiera cuando se les considere milagrosos como en el caso chileno. El bien común tiene que ser el objetivo de la sociedad y el Estado tiene el deber de promoverlo. Cerrar los ojos ante la exclusión de muchos es una torpe receta.

Redacción La Hora

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