Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Nunca las democracias alrededor del mundo habían estado en tanto peligro como ahora, cuando se ataca sistemáticamente la institucionalidad no sólo en países que tratan de construirla o consolidarla, sino también en aquellos que han sido considerados como ejemplo para el resto del mundo. El asalto que ayer hicieron miembros de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos al sitio reservado en el que se desarrollan las audiencias secretas en el juicio político que se sigue contra el presidente Trump es un hecho sin precedentes, que antepuso el deseo de un grupo de republicanos por montar un sonoro show a lo que ha sido una especie de principio sagrado en cuanto al carácter confidencial de ciertas audiencias.

Si la principal potencia mundial está demostrando que el principio rector de su política exterior es la extorsión, al mejor estilo de los pandilleros, qué puede esperarse en países donde a duras penas se trata de construir la democracia en medio de adversidades tan serias como la captura del Estado que se hace mediante el financiamiento electoral ilícito.

En Guatemala el ataque sistémico a la Corte de Constitucionalidad y la desobediencia flagrante a sus resoluciones mina el Estado de Derecho y la institucionalidad en el país. Puede que no nos guste lo que hace la Corte, como a los congresistas republicanos puede no gustarles el proceso legal, basado en la sagrada Constitución, para investigar acciones del Presidente de los Estados Unidos, pero eso no da derecho a violentar el orden establecido.

Desgraciadamente, en el caso nuestro, no tenemos la necesaria respuesta de quienes por mandato constitucional están llamados a obligar al cumplimiento de las resoluciones de la Corte. Una resolución judicial que no se acata produce de inmediato el deterioro de la legalidad y la certeza jurídica, porque entonces para qué jocotes tenemos un sistema de justicia si sus decisiones se las puede pasar cualquiera por el arco del triunfo.

Y lo más grave y peligroso está en el comportamiento de esa ciudadanía que no sólo se resigna ante los asaltos a la institucionalidad, sino que hasta los aplaude y los considera como gestos heroicos y dignos de imitar, todo lo cual es posible por la indiferencia de quienes están llamados a forzar a la debida ejecución de los fallos y resoluciones de todos los tribunales.

Cuando se tienen gobernantes que no entienden ni reconocen los límites de su poder y se creen facultados para hacer cualquier tipo de arbitrariedades bajo el peregrino criterio de que habiendo sido electos por el pueblo pueden hacer lo que les da la gana, la democracia empieza a sufrir menoscabo, aún si eso ocurre en el país que la ha cuidado perseverantemente por muchos años, no digamos si se trata de pobres sociedades que carecen de tradición de respeto a la legalidad.

Es penoso el avance del populismo que recuerda el origen de penosas dictaduras como las que vivió Europa después de la Primera Guerra Mundial. Políticos que se sienten superiores a la ley y a las elementales normas de convivencia son la mejor receta para el desastre que trae el autoritarismo y eso es lo que se ve que avanza a lo largo y ancho del planeta.

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