Raul Molina Mejía

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Nació el 20/02/43. Decano de Ingeniería y Rector en funciones de USAC. Cofundador de la Representación Unitaria de la Oposición Guatemalteca (RUOG) en 1982. Candidato a alcalde de la capital en 1999. Profesor universitario en Nueva York y la Universidad Alberto Hurtado (Chile). Directivo de la Red por la Paz y el Desarrollo de Guatemala (RPDG).

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Raúl Molina

Hace una semana afirmaba que el 20 de octubre de 2019, a los setenta y cinco años de la gesta revolucionaria que cambió la historia nacional, sería el punto de partida para la renovación revolucionaria. Al experimentar las diversas conmemoraciones de todas las generaciones, sentimos que ya estamos en marcha. Eso no ha sido posible en países en donde la revolución ha sido interrumpida y detenida, lo que no ha ocurrido en Guatemala, porque a pesar de la sangrienta represión la lucha revolucionaria no ha cesado. La Revolución de Guatemala fue cercenada en 1954; pero la lucha revolucionaria continuó. De hecho, hemos estado más cerca de la “derrota revolucionaria” después de la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera, al pensar que la participación política en el caduco sistema político podría ser la vía para la transformación del Estado. En 2015, nos dimos cuenta que la democracia liberal no podía funcionar más en un Estado cooptado por personas delincuentes, criminales y corruptas. Sin saberlo, nos lanzamos a una nueva revolución, para quitar el poder político a quienes se habían apoderado del Estado y lo explotaban para su beneficio personal. La revolución llamada moral o ética gozó de un respaldo generalizado y logró el gran triunfo de hacer caer al régimen de Otto Pérez. Se estropeó la victoria cuando en nuestro amorfo y espontáneo movimiento no supimos identificar que no era solamente el régimen el que había que cambiar sino que el sistema político completo. Aceptar ir a “elecciones bajo esas condiciones” fue el gran error que permitió que una nueva camada de personas corruptas se hiciera del Poder Ejecutivo y el Congreso y consolidara su dominio sobre el Poder Judicial. Al año, Jimmy Morales representaba una rosca más de la captura mafiosa del Estado y nos lanzamos a la calle, nuevamente, para exigir la renuncia de la “dictadura de la corrupción”. En el 2017 no habíamos llegado al punto de la renovación revolucionaria y los dos poderes de facto, la Embajada y el CACIF, ahogaron el movimiento bajo la excusa de la “estabilidad democrática”.

El intento electoral fue valioso; pero era una causa perdida desde el primer momento, porque los sectores de poder y sus servidores no estaban dispuestos a dar poder a los enemigos de la corrupción y la impunidad. Se hicieron fraudes de todo tipo, para terminar en la gran farsa electoral que nos deja con un presidente ilegítimo. Las elecciones no fueron la vía para la democratización, mientras que las movilizaciones de masas, incluidos paros nacionales, sí tumbaron al régimen Patriota y estuvieron a punto de sacar a Jimmy y secuaces. Así, hay que volver a las grandes masas y combinarlas con paros, sin descartar, en su debido momento, el ejercicio del derecho a la “rebelión contra la tiranía y la opresión” contemplado en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ese derecho de todo pueblo será nuestro último recurso; pero debemos agotar previamente las opciones que todavía se presentan de proceder a la inmediata renovación revolucionaria, procurando la unidad propia de momentos cruciales y la solidaridad con las grandes mayorías de la población.

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