Luis Fernández Molina
Cada 12 de octubre me provoca diferentes sentimientos. Por un lado, la nostalgia de aquellos escolares días cuando ¡Era feriado! Un refrescante receso en el umbral de los exámenes finales (las clases terminaban en noviembre). Nos vestíamos de indios (como en el día de Tecún) y ensalzábamos las virtudes de nuestra idiosincrasia, los méritos de nuestra raza mestiza. Conmemorábamos el desembarco en la isla Guanahani, y compartíamos el alivio de los amotinados navegantes. Casi resonaban en el oído el grito de ¡Tierra, tierra! Sin embargo, esos tiempos, cercanos en calendarios, están conceptualmente a galaxias de distancia.
Eran épocas de ingenuidad e inocencia. Las motivaciones eran simples y no tenían efectos colaterales. Pero las cosas dieron vuelta en muy pocos años. Colón dejó de ser el gran Almirante, el héroe que en las carabelas nos trajo la luz de la civilización; pasó a ser el villano expoliador. El descubrimiento dejó de ser el encuentro para convertirse en el choque. Dejó de ser hito histórico para convertirse en el inicio del despojo, el preámbulo de la invasión. Dejó de ser el abrazo de dos culturas después de siglos de oscuridad.
Otro sentimiento que aflora es de profunda frustración, casi depresión. Cuán cerca estuvimos de forjar una patria grande, una América Latina poderosa y unida. Desde California hasta la Patagonia los campos y montañas fueron regados por el mismo sudor e iluminados por el mismo espíritu.
Los anglosajones heredaron en el norte trece colonias, estados independientes y en cien años lograron conformar una gran nación que cada día se consolida y expande. Nosotros heredamos una gran nación y la fraccionamos en innumerables estados que a lo largo de 200 años han venido enfrascados en guerras fratricidas. No aprovechamos la unión que debió ser natural.
¿En qué fallamos? Teníamos todo a nuestro favor. Disponíamos de climas extensos y unas tierras variadas y ubérrimas. Nos corre la misma sangre por las venas de cobre y plata. Nos habla al oído la misma lengua y usamos los mismos nombres y apellidos. Bailamos al ritmo de la misma música. Nos velan los mismos dioses y en volutas de incienso de copal les llegan nuestras oraciones. Los santos patronos se multiplicaron para prestar sus nombres a lo largo de la extensa geografía: Santiagos, San Juanes, San Migueles, San Luises, etc. Nos anima la misma chispa, igual displicencia y alegría de vivir. ¿Qué pasó? La sangre visigoda, mora y sefardita no pudo aclimatarse en estos climas ni combinarse con la sangre que corre bajo piel cobriza. No floreció el injerto de yemas mediterráneas con recios troncos americanos. No multiplicaron la bravura indígena con la osadía hispana.
Con todo es de admirar el esfuerzo colosal de una España que de alguna manera se las arregló para ser protagonista en tan variados frentes. Combatía las grandes luchas en Europa contra franceses, ingleses, turcos, portugueses, etc. que requerían enlistar muchos jóvenes. Con todo tuvo los arrestos de enviar gente a todas las regiones de América, desde las grandes islas del Caribe hasta Oregón y Chiloé; hasta las lejanas islas Filipinas. En cada pueblo, de esa amplia región, se repiten los mismos cuadros: una ciudad cuadricula da dominada, en el centro, por la plaza de armas, a un lado los edificios del gobierno peninsular y en otro lado del gobierno local, y, claro está, presidiendo el conjunto el templo. ¡Ay España! Madre nutricia y generosa que nos compartió su saber y su idioma; madrastra ruin y codiciosa que nos arrebató las riquezas y la libertad.