Arlena Cifuentes
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Vivimos en una sociedad cada vez más fragmentada que nos hace más vulnerables, presa fácil de cualquier hijo de vecino, mafia o grupo que alimente el divisionismo profundizando los resentimientos y la intolerancia de unos con otros. Una explicación de dicha debilidad podría encontrarse en el surgimiento de los grupos conformados a lo largo de las últimas décadas -llámense las ONG, asociaciones etc.- patrocinados por intereses extranjeros cuyos objetivos están muy bien determinados y que responden a una agenda de globalización desde hace mucho tiempo en marcha.

De esta cuenta, en la actualidad existe toda una serie de grupos divididos y subdivididos que dicen defender y representar –entre una amplia gama– intereses muy particulares sin darse cuenta de cómo cada quien contribuye a la fragmentación social, posicionándose en su trinchera. Esto nos enfrenta como habitantes de una misma nación y nos hace presa fácil de los objetivos que desde fuera han sido determinados alejando cada vez más nuestra mirada del interés nacional. Divisionismo que contribuye a separarnos y nos enfrenta, dejando de lado toda posibilidad por acercarnos a puntos de encuentro.

Por ello, los planteamientos que con cierta periodicidad reaparecen sobre la posibilidad de convocatoria a espacios amplios de discusión llamados de Diálogo Nacional y que podrían estar en la agenda del próximo gobierno no constituyen verdaderos ejercicios democráticos en una sociedad tan polarizada como la nuestra. ¿Quién representa a quién? Son estos pequeños grupos que se arrogan una representación que no tienen quienes acudirían al llamado sin ninguna legitimidad, a plantear desde sus intereses muy específicos, reivindicaciones muy particulares. La convocatoria a un “diálogo” semejante sería poco serio, una pérdida de recursos y tiempo que no pasaría de ser un show de quien lo convoque intentando dar una imagen de inclusión. Hay que reconocer que el ego de los participantes sería muy bien oxigenado.

No cabe duda que una de las razones que explican la profunda polarización y división de la sociedad guatemalteca pueden encontrarse en la conquista y el sometimiento del que nuestros ancestros fueron objeto. Así se da la conformación de poblaciones con característica multiétnicas que dieron pie desde el pasado hasta hoy día a la generación de la discriminación palpable y visible de unos contra otros –indígenas, garífunas, ladinos y xincas– estos últimos en vías de extinción. Negar que dicha discriminación es en doble vía sería seguir siendo hipócritas, nos discriminamos unos a otros.

Otras razones que yacen en la base de esta fragmentación son los posicionamientos ideológicos, derecha e izquierda. Una derecha más o menos compacta y definida que la izquierda, cuya “ideología” se ha diluido entre sus protagonismos e intereses. La salida al momento crítico que vivimos no lo solucionan posturas ideológicas, solamente la unidad del pueblo la podría hacer posible, teniendo como prioridad la búsqueda del interés nacional. Dichas posturas débiles y sin sustento han demostrado su ineficacia; así como cultivar los resentimientos y revanchismos entre razas y clases sociales. O salimos de la ceguera, deponemos diferencias e intereses y nos decidimos a luchar hombro con hombro o nos terminamos de hundir en el fango que nos embarra, pues en la actualidad enfrentamos un enemigo que nos rebasa y obliga a hacer un frente común en contra de la corrupción convertida en una práctica descarada y sin precedentes.

La Iglesia en una institución con la suficiente credibilidad, llamada a jugar un papel determinante en la búsqueda de la unidad nacional, sobreponiendo el objetivo del bien común a cualquier otro, asumiendo el compromiso de no fomentar más el divisionismo y el resentimiento entre hermanos. La Iglesia debe actuar con sabiduría, prudencia, audacia y contundencia. Se trata de saber adecuarse a las circunstancias, a los tiempos, a las realidades cambiantes y dinámicas de los pueblos.

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