Mario Alberto Carrera
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Es esencial para la sobrevivencia social del hombre creer –con absoluta certeza– en las instituciones de derecho público, en los tribunales de justicia, en la autoridad y en la rectitud y honestidad de los tres Poderes, en la seguridad ¡y en la ley!, como se sostiene desde los griegos. Sócrates murió por acatarla cuando pudo perfectamente convertirse en un prófugo de la “justicia”.
Desde luego hay casos de excepción. Hay quienes no necesitan creer literalmente y en parte o en todo sobre lo que acabo de indicar, porque una especie de imperativo categórico kantiano los impulsa sin presión al bien. Pero al común de los mortales sí debe guiársele al cumplimiento y observación de lo institucional dentro del Estado de Derecho. Y porque tal obediencia los conduce internamente a experimentar un bienestar de conciencia.
Si poco a poco –como ocurre históricamente en Guatemala– y traumáticamente los guatemaltecos pierden –o van perdiendo en un largo proceso– la fe en la justicia, es decir no tienen certeza jurídica porque se judicializa la política. Y porque, por otra parte, la aplicación de la ley es selectiva porque rara vez se ve a un represor en la cárcel a no ser en la vip del Zavala (como gran excepción histórica gracias a la CICIG y a Thelma Aldana) los habitantes de Guatemala pueden caer en la incredulidad o en la indiferencia y distancia o en el cinismo que reverbera para la ebullición del Pacto de Corruptos.
De un escenario trágico como este deviene caos y locura colectiva por implosión del mismo Estado que deviene pestilente: nadie cree ya en nada y termina por perderse la fe en todo. Hasta derivar en una situación cuasi selvática, donde impera la ley del más armado y adinerado y donde no se sabe qué pasará con este Presidente electo debido a los traumas que la Historia –Presidente a Presidente– nos ha incrustado.
Pero lo que sí que es cierto y debe insistirse en ello es que la inmensa masa de 15 o 20 millones tiene poca responsabilidad de la situación de debacle y caos que se vive, de corrupción e impunidad sobre todo con la ausencia –ya en septiembre– de la CICIG y con un MP en manos de una señora que está al servicio del “señor” Presidente.
Por el contrario. Son minorías, son mafias mínimas, son grupos de toda la vida en la que se cuentan muchos militares; es el crimen común, los partidos políticos atiborrados de gente sucia-mugrosa para el robo, son los Estados Unidos con sus órdenes y sus desórdenes desde que echaron a Jacobo Árbenz, y un larguísimo etcétera, los responsables de este desconcierto y anarquía.
Cuando creer en el Estado y tener fe en él desaparecen, y se le ve como un cadáver descompuesto y engusanado y sus “entenados” lo catan como un fantasma y es un fantasma desempoderado, se da en llamarle Estado fallido, país caótico y desgobernanza.
Entonces, el gran fantasma de la mentira y de la muerte se habrá apropiado de la escena nacional –mezcla de drama con sainete de kermesse– y su reinado de terror ¡sí, de terror!, se habrá entronizado. Me refiero al miedo que deviene terror cuando todo se está yendo por el desbarrancadero.
Infortunados países que devienen en tal condición de miserable desvalidos cerebrales donde triunfa la estulticia del Pacto de Corruptos y de un Presidente clown que ha vendido la patria por muchísimo menos que 30 monedas de plata. Judas al servicio de Trump que llevará al planeta al suicidio ecológico.