Por: Adrián Zapata
zapata.guatemala@gmail.com

Los lamentables hechos sucedidos la semana pasada donde perdieron la vida integrantes del Ejército sin duda amerita la condena de la sociedad. También es lamentable que comunitarios hayan salido heridos.

Pero lo dramático es que a partir de lo ocurrido se evidencia la incapacidad de los diferentes actores sociales y políticos para percibir la gravedad de la situación que enfrentamos como Estado. A mi juicio, es irresponsable aprovechar la tragedia para atrincheramientos ideológicos o interpretaciones y acciones que sólo persiguen impulsar intereses sectarios. La situación demanda un acuerdo básico, nacional, para enfrentarla. El riesgo es, sin duda, la consolidación de un narcoestado.

Quienes a partir de esto justifican y demandan la necesidad de la represión hacia las comunidades y sus liderazgos, están buscando la puerta fácil y falsa. Me refiero a la represión de las luchas sociales, de las organizaciones que a ella se dedican, así como la interpretación simplista de un fenómeno muy complejo: la relación que se establece entre comunidades y narcotráfico. Quienes quieren transitar por ella son, principalmente, empresarios, inversionistas extranjeros, terratenientes y actores sociales y políticos que se quedaron en el tiempo de la Guerra Fría. No se dan cuenta que por esa puerta llegarán a una espiral de conflictividad que, a la larga, afectará aún más la estabilidad de sus inversiones y de la propiedad de sus tierras.

De igual manera, quienes una vez más vilipendian al Ejército, recordando su nefasto pasado contrainsurgente como ente represivo e interpretando sus acciones actuales desde esa perspectiva histórica, están queriendo “tapar el sol con un dedo”. A pesar de que tienen razón en señalar la indignación de los campesinos ante la presencia del Ejército en las tierras que ellos ocupan por la necesidad de sobrevivir.

Ambas visiones antagónicas poco entienden que el gran ganador de la conflictividad no resuelta es el narcotráfico.

Hay que reflexionar con mayor profundidad. En primer lugar, las luchas campesinas por la tierra son legítimas. Ellos son agricultores familiares y esa actividad productiva requiere del recurso tierra. Eso sin considerar los factores culturales correspondientes. Por consiguiente, lo que corresponde no es reprimirla, sino canalizarla a través de mecanismos institucionales. En segundo lugar, los territorios rurales donde se enseñorea el narcotráfico se caracterizan por la pobreza, la desnutrición, la desigualdad, etcétera. Las comunidades allí enfrentan múltiples y profundas carencias, la ausencia casi total del Estado (salud, educación, caminos, etc.) y la presión/apoyo de los narcotraficantes. Su grave pobreza y exclusión ni siquiera les permite tener la perversa opción de la migración, esa que tiene angustiado a los Estados Unidos.

Y esta situación de antagonización social parece no ser casual. Es difícil pensar cómo una pequeña patrulla del Ejército fue enviada a zonas rurales donde la conflictividad social es muy alta y la presencia del narco también.

La segunda puerta, la segura, es buscar cómo cortar, estructuralmente, la relación entre las comunidades y el narco. Y eso no se logra con represión, aunque pueda tener resultados coyunturales. El punto central debería ser el desarrollo rural integral de esos territorios. Aprendamos de las historias de otros países respecto de la relación narco/comunidades, Colombia por ejemplo.

Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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