Alfonso Mata
¿Por qué la gente le tiene miedo a la política? Pueden existir muchas razones; quiero abordar la que afirma que es un reto intelectual que demanda tiempo y estudio en tres campos: filosofía, la naturaleza humana y la forma de administrar y eso hay que conjugarlo y ponerlo dentro de una teoría, para luego llevarlo a la práctica y lo difícil de ello es que cada una de esas disciplinas, sopesa la vida humana, sus valores, de modo distinto, que muchas veces lleva al enfrentamiento, incomprensiones, intereses y frustraciones y a pesar de que esa falta de coherencia disciplinaria, ha llevado en épocas pasadas a horrores y masacres, aún no surge entre nuestros distintos grupos sociales y políticos, algo que conforme lo que se podría llamar una nacionalidad guatemalteca.
Un desarrollo claro y profundo de lo que debe ser “guatemalteco” no lo tenemos; antes bien, cada uno de los que habitamos este territorio, vivimos al margen del otro, aunque no lo ignoremos. Eso nos mantiene envueltos a cada quien entre zozobras, prejuicios y dudas, formando criterios separados y a veces hasta contradictorios sobre educación, salud, jurisprudencia, religión, economía, organización laboral, etc., que no nos deja hacer causa común.
Sumado a lo anterior, todavía estamos bajo la creencia de que son las autoridades, las decisiones de los que se hayan en el poder, las que pueden propiciar cambios significativos en calidad de vida, mi calidad de vida y potencializar el desarrollo humano, dejando a un lado el papel que al ciudadano corresponde e incluso creemos que son los asuntos económicos y comerciales, los que fuerzan al cambio, pues promueven intereses y capitales y los derraman sobre las clases sociales.
No voy a negar que todo ello resulta necesario pero no suficiente para los cambios políticos y sociales que necesitamos, y dentro de ello se hace necesaria la aplicación de la democracia con intelecto por dos razones: descubrir nuevas realidades del por qué las cosas funcionan mal para la mayoría e implementar soluciones más abarcantes y equitativas a los problemas actuales en lo político, social y ambiental, y eso debe permitir la apertura de espacios intelectuales y morales y hacerlos susceptibles de modificación. En otras palabras, se necesita reforzar la autoridad moral e intelectual y fortalecer la resolución de la problemática de manera gradual y programática, rompiendo con el dogma de que “todo está bien así”. Necesitamos romper esa insolvencia dogmática de los que detectan actualmente el poder, que nos mantiene aplastadas esperanzas en medio de temores que nos llevan a una pérdida de fidelidad hacia el Estado y sus funcionarios, al carecer estos de un sistema ético político adaptado hacia el bienestar ciudadano, aunque si individual y clientelar; todo ello favoreciendo la pérdida de vigor hacia la honestidad, rompiendo la relación del ciudadano con el Estado y configurando la figura ciudadana apolítica, desinteresada y la pérdida cada vez mayor de la cohesión y fidelidad social, con aumento de la agresión y la violencia. La democracia incorrupta puesta en el papel de la Constitución, de nada sirve si está condicionada a proteger intereses de unos cuantos.