Adolfo Mazariegos
Leí, en el anuncio promocional de un programa de televisión de un canal –extranjero– de documentales, hace pocos días, la aseveración de que “El odio siempre empieza con un discurso convincente”. No dejó de llamar mi atención aquella suerte de sentencia (por supuesto), no sólo porque a simple vista pareciera estar en sintonía con la realidad histórica, sino sobre todo porque en la actualidad pareciera estarse extendiendo eso que algunos estudiosos han denominado la globalización de los discursos nacionalistas. Ambos fenómenos, a través del tiempo, han estado vinculados de alguna manera. Y (para comprobarlo, aunque sea a grandes rasgos) basta revisar los antecedentes históricos que terminaron constituyéndose en detonantes para el inicio de la Segunda Guerra Mundial, un episodio catastrófico en la historia humana que terminó afectando a un promedio que oscila entre los cincuenta y los setenta millones de personas, sin contar los cuantiosos costos económicos que obviamente la guerra supuso. Por ello, en el marco de las ciencias sociales, como punto de partida para el análisis de las acciones que usualmente son llevadas a la práctica en los Estados, es importante hacer notar que el nacionalismo, en tanto ideología, puede tener distintos apellidos que lo convierten (por ejemplo) en “nacionalismo económico”; “nacionalismo cultural”; “nacionalismo religioso”; “nacionalismo popular”; “nacionalismo liberal”, etc., mismos que llevados a posiciones extremas y radicales a manera de generación de movimientos sociales cuyos líderes en muchos casos exacerban los sentimientos ciudadanos con fines aviesos, enarbolando banderas de raza o de falso patriotismo (en ocasiones rayando en lo absurdo), pueden desembocar en situaciones peligrosas, inclusive en corrientes o regímenes totalitarios y antidemocráticos como el fascismo de Mussolini o el nazismo derivado del nacionalismo alemán de los años 30 y 40 del siglo pasado cuyos efectos y resultados han sido ampliamente conocidos a través de la historia reciente de la humanidad. Por esa razón no se pueden obviar los discursos que promuevan el odio, el racismo o la intolerancia, porque ello contribuye y puede ser utilizado como instrumento para la consecución o incremento de cuotas de poder cuya verdadera finalidad (las más de las veces) es desconocida, pero cuyos resultados, una vez hechas las cuentas de lo que ocurre, puede arrojar números rotundamente negativos y por supuesto notablemente nefastos. Lamentablemente, incluso los movimientos migratorios como los que se registran en la actualidad en distintas partes del mundo, incluyendo la parte del Globo en la que nos localizamos, no escapan a ello, es decir, dichos fenómenos de movilización humana, sean espontáneos o provocados por causas que pueden ser diversas y extenso de analizar, se constituyen en excusas perfectas para el abanderamiento de esos discursos ya aludidos. No hay que pasarlo por alto. En tal sentido, la falta de información –o desinformación, en todo caso–, es de particular relevancia, especialmente en los tiempos que corren.