Mario Alberto Carrera
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Como un axioma quedó fijado este enunciado entre 1950 y 1960: “Saber es poder”. O el que tiene el poder tiene el dinero, las tropas, el saber y por tanto la verdad. Y obtiene el triunfo en los comicios nacionales, triunfo garantizado si también sostiene sumergida a las clases medias y bajas en la ignorancia o “no-saber”.
Antes de 1960 y después –sin el interregno de 1944 1954– el Estado guatemalteco era empecinado, terco y necio, y –de una manera monopólica y autoritaria– posesor del saber (que negaba el alfabeto) porque tenía todo el poder en el sentido económico y castrense y el país era una Banana Republic (desde los días de Estrada Cabrera) fundamentalista y donde se cuestionaba el saber o el exceso de conocimiento (los sabios son transgresores) porque saber mucho es peligroso. “De los intelectuales sale la subversión”, se afirmaba. No había que tocarle las narices a Zeus o a su alter ego en Esquipulas.
Esa fue la Guatemala de mi infancia y adolescencia. Una infancia y juventud castradas que repetía –como lorito real de Portugal– lo que era “conveniente” y “moral” para la conservación de las tradiciones guatemaltecas y lo que se debía callar discretamente y evitar lo que podía sonar a comunismo ateo o simplemente a la categoría de libre pensador, que equivalía a marxista o a degenerado que leía las todavía populares novelitas del ingenuo Vargas Vila.
Porque ningún miembro de “buena familia” (categoría que igual se compartía democráticamente entre la clase media y la alta) se atrevía a decir o a escribir en público algo en contra directamente del Ejército, de monseñor o de la clase represora.
El único cambio realmente democrático que se ha producido es la alternabilidad en el poder (que ya no sean los mismos cuques) y las “elecciones libres”, lo cual no quiere decir que realmente lo sean porque siempre el poder –que monopoliza el saber– sabe cómo manipularlas –mediante los tres poderes del Estado que deciden que los buenos no deben participar y los endemoniados, sí.
Por otra parte, manipular a personas que no han hecho siquiera la Primaria –y comprarlas con algo– es mucho más fácil de realizar que con gente un poco más instruida. La izquierda engrosará sus filas –más y mejor hoy con el MLP– en la media en que a él ingresen personas con conciencia de clase y una cierta formación.
Pero hoy, al día siguiente de las desangeladas elecciones, yo me pregunto no sin cierta dosis de angustia, ¿si algo o mucho ha cambiado el panorama de frustraciones que en volandas he cartografiado arriba? Y me contesto contundentemente que no. Que sólo un pequeño segmento del fenómeno se ha modificado, en el sentido de que el poder comparta –con las inmensas mayorías casi sin educación y analfabetas por millones– el saber. Y el saber político.
Porque esta es la razón fundamental de la manera cómo se decantaron estas elecciones (ya de la “era democrática”) porque las de la dictadura militar, hijas del golpe de Estado dado por la CIA ¡ni hablar!
Por el hecho de que las elecciones en Guatemala se desenvuelven malolientes en un contexto que parece medieval –por el sometimiento popular y la falta de interlocución de altura política y de conciencia de clase en los dos estamentos inferiores– realmente los votantes acuden –como se ha dicho popularmente– a un juego de lotería de feria, a ver si ponen el maicito sobre el escorpión o sobre la serpiente.
¿Y los candidatos? Con unas cinco excepciones, el resto era basura. Basura que se deja llevar y traer como monigotes y que se ponen en compra venta –ante la oligarquía– en un mercado de vísceras y de menudos en revolcado de La Antigua.