Luis Enrique Pérez
Desde el año 1985 hasta el año 2015 ha habido ocho elecciones presidenciales; pero en ninguna de ellas un candidato ha obtenido mayoría absoluta de votos, y entonces, por mandato constitucional, se ha celebrado una nueva elección, en la que contienden los dos candidatos que han obtenido la mayoría de votos.
Ha habido también, entonces, ocho nuevas elecciones presidenciales. Ninguna de ellas ha sido el final de un proceso electoral en el que se sospeche que los magistrados del Tribunal Supremo Electoral han cometido un fraude; o se cometan absurdos errores oficialmente reconocidos de cómputo electrónico de votos; o intervenga el Ministerio Público para investigar presuntos actos ilegales cometidos en el proceso de cómputo; o uno de los candidatos haya sido protegido por la autoridad judicial para impedir que sea sometido a procedimiento penal y pueda finalmente ser candidato.
No es el caso de la nueva elección presidencial, que se celebrará el próximo 11 de agosto. Efectivamente, ella es el final de un novedoso proceso electoral. Y es novedoso precisamente porque se sospecha que los magistrados han actuado fraudulentamente, o reconocen que el tribunal cometió absurdos errores de cómputo electrónico de votos; o ha intervenido el Ministerio Público para investigar denunciados delitos cometidos por ese mismo tribunal; o uno de los candidatos contendientes está acusado de delinquir y ha sido protegido por la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad, para evitar que sea sometido a procedimiento penal. Ese candidato es Sandra Torres. La acusación está vigente.
Agréganse dos sucesos. El primer suceso es que la Corte de Constitucionalidad interpretó de modo tal la Constitución Política, que eliminó la candidatura de Zury Ríos, temible contendiente de Sandra Torres. Fue eliminada tal candidatura aunque ella ya había sido candidato presidencial, es decir, la Constitución Política ya había sido interpretada de modo que ella pudiera optar a la Presidencia de la República. El segundo suceso es que la Corte de Constitucionalidad también eliminó la candidatura de Thelma Aldana, peligroso contendiente de Sandra Torres. Quizá esa corte hubiera encontrado un raro artificio hermenéutico para eliminarla; pero la eliminación se simplificó: fue acusada de cometer varios delitos cuando fue Jefe del Ministerio Público, y un juez ordenó capturarla. Ella huyó. La orden de captura está vigente. Es fugitiva.
Y se agrega un tercer suceso: parece predominar, en una incuantificada proporción de electores, confusión sobre legitimidad o no legitimidad del proceso electoral; conveniencia de abstenerse o no abstenerse de votar; anulación o no anulación del voto; y temor o no temor de una renovación del fraude que presuntamente fue cometido, o se intentó cometer, en la elección del pasado 16 de junio. No obstante, quizá la mayoría de ciudadanos acudirá a votar, por motivos que fluctúan entre la convicción y la resignación. Y será electo un nuevo Presidente de la República, que puede ser aquel que está acusado de delinquir.
Uno de los sucesos que han contribuido a conferirle esa infortunada novedad al actual proceso electoral, es la ineptitud, la negligencia, la irresponsabilidad y la sospechada complicidad política de los magistrados del Tribunal Supremo Electoral. Debería ser imposible que no fueran acusados de cometer algún delito, y juzgados y condenados. Han sido una catastrófica maldición nacional.
Post scriptum. Si los actos de esos mismos magistrados fueran objeto de tipificación penal, enriquecerían, con generosa abundancia, el repertorio de delitos.