Luis Enrique Pérez
En agosto del año 1983 se integró la primera magistratura del Tribunal Supremo Electoral; y en el año 1986 se celebraron las primeras elecciones generales convocadas por ese tribunal. Hasta las elecciones generales del año 2015, el ciudadano pudo haberse decepcionado de los partidos políticos, de los candidatos, de la publicidad o de la propaganda; y pudo haberse decepcionado todavía más del desempeño de aquellos a quienes, mediante el voto, había adjudicado funciones públicas. Empero, el prestigio del tribunal persistía. Era como un navío que proseguía su viaje entre la tormenta.
El ciudadano podía creer que los candidatos eran ineptos; que la inmoralidad era su atributo esencial; que su exclusivo interés era beneficiarse ilícitamente del tesoro público; que ansiaban adquirir poder para corromper magistrados o jueces; y que tenían certeza suficiente de grata impunidad. Empero, el prestigio del tribunal persistía. Era como un explorador que lograba pasar en terreno cenagoso.
El ciudadano podía haber electo diputados que eran una viviente promesa de degeneración del poder legislativo del Estado, y de conversión del Palacio Legislativo en un antro propicio para hospedar cualquier vicio. Podía haber electo alcaldes destinados a convertir al municipio en un feudo servidor de sus intereses personales, familiares y partidistas. Podía haber electo presidentes de la república como si hubiera padecido alguna misteriosa demencia. Empero, el prestigio del tribunal persistía. Era como una orquídea que erigía su esplendor sobre el pantano.
El ciudadano podía creer que la democracia era un régimen político diseñado para elegir a los peores ciudadanos que debían desempeñar funciones públicas legislativas, ejecutivas y municipales. O podía creer que la democracia era un régimen político mediante el cual el pueblo elegía su más aciago destino político. O podía creer que la democracia era un régimen político concebido para conferirle legitimidad a los actos de los depredadores del tesoro público. Empero, el prestigio del tribunal persistía. Era como un luciente diamante entre opacas piedras.
En el actual proceso electoral, sin embargo, ese tribunal es el navío que ha naufragado. Es el explorador que no ha pasado en terreno cenagoso, sino que es la ciénaga misma. No es la orquídea aquella sino el pantano mismo. No es aquel diamante sino es una opaca piedra. ¿Por qué? No necesariamente porque la magistratura actual haya cometido un fraude electoral en la pasada elección del 16 de junio, ni porque pueda cometerlo el próximo 11 de agosto, sino porque, por su ineptitud, su incompetencia, su negligencia, su indisimulado interés político y su corrupción jurídica, ha perdido su caro prestigio. Parte principal de ese prestigio era brindar confianza en que las cifras oficiales sobre votos adjudicado a los candidatos correspondían exactamente a las cifras de votos que los ciudadanos habíanles adjudicado.
Ahora ese tribunal causa escepticismo sobre garantía de obediencia al voto del ciudadano. Exhorta a conferirle verosimilitud a la posibilidad de que pueda ser servidor de un ilícito interés político. Y suscita la sospecha de que puede ser instrumento para que sus magistrados obtengan ilícitos beneficios personales a cambio de ultrajar la voluntad de los electores.
Post scriptum. Crear el delito de fraude electoral, cometido por los magistrados del Tribunal Supremo Electoral, e imponer, por cometerlo, una temible pena de prisión, quizá contribuiría a recuperar el prestigio de esa ya prostituida institución.