Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz

Le pregunté a una mujer el otro día, por qué debía un hombre, enamorarse de ella. Me dijo sin titubear; que era servicial, atenta y complaciente.

Le dije, que si su intención era ser como una geisha, estaba bien. Pero que si se ponía de alfombra, sin duda iban a pasar sobre ella; pero nadie iba a admirarla y respetarla, y en consecuencia a amarla.

Se trataba de una mujer bella. Vivía sola con sus hijos, como tantas madres solteras. Era profesional y se autogestionaba sin dificultad; pero no parecía valorar esas cosas.

Según me contó, tenía mucho éxito con hombres que querían llevarla a la cama y que luego la desechaban. En sus términos, ella gustaba mucho, y eso le gustaba. Digamos que le gustaba gustar; aunque fuera de esa manera. En el fondo quería ser amada, y ante la carencia de un verdadero amor, lo que buscaba era casarse.

Hablaba como si el matrimonio fuera la última frontera o un destino; y mezclaba sexo, matrimonio y amor como sinónimos.

No reparaba en que la conyugalidad es una mezcla de cosas que se sienten y otras en las que hay que pensar. Que el matrimonio se fue construyendo socialmente, sobre bases e intereses distintos al amor, y que muchas relaciones de pareja están muy lejos de responderle a ese sentimiento, y atienden más a la supervivencia, la pertenencia, el status y el clan.

No es necesario precipitarse, expresé; sosteniendo yo, que lo que a uno le gusta de entrada no es la persona, sino lo que de uno proyecta en ella, y que tal vez lo que se descubre al final, es lo que realmente enamora. Que había que tomarse el tiempo para conocerse.

El amor debe tener que ver con la capacidad de asombrarse, me atreví a decir. Debe ser bello por dentro y proyectar esa belleza. Añadí que el amor, es un tema del que no nos quisieron hablar, y que no es bueno cuando a uno no le cuentan. Que ahí es donde todo empieza a podrirse, aunque uno crea que madura.

Traté de ser lógico en mis términos, diciéndole que hay que renunciar a la obligatoriedad de las relaciones de pareja; que son ya demasiadas tragedias en su nombre, y que nadie parece darse cuenta. Y añadí penosamente, que el amor no es suficiente, y que se necesita coincidir en tiempo y en valores, e incluso que es posible que no nos pase a todos; que no todos tienen esa suerte.

Me dijo seriamente, en un arranque de sinceridad, que como persona, ella solo era capaz de sentirse mujer, si tenía un hombre a la par, que eso la definía. Imaginé un marido que no la merecería, como bulto que garantizara la persistencia de un objeto conocido, o un espejo donde poder proyectarse.

Sus palabras, me hicieron recordar a un amigo, que una vez me dijo en su apetencia por otra persona; que si no podía llegar a su corazón o a su mente, intentaría llegar a algo íntimo como el sexo por ejemplo. Intentaba con ello, sentir el alma manifestada físicamente, como algo vital que fecundara.

Necio yo, insistí, en que tal vez había que enamorarse de ella, porque no necesitaba a un hombre a la par; pero fue obvio que no me creyó. Y argüí que tal vez creía, que si nadie la veía, era como sentir que no existía. Ella prefirió descansar en la idea material de una compañía, y el alivio inmediato de una falsa identidad.

Al final solo le dije: No te vas a quedar nunca sola, te vas a quedar contigo. A tu vida lo que le hace falta sos tú.

Nunca me volvió a visitar.

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