Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata
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Hace algunos años, con la llegada del neoliberalismo, se decretó el “fin de la historia” y, consecuentemente, la victoria final y definitiva del capitalismo. De entonces para adelante sólo quedaba administrar esa eterna realidad. Es cierto que cada época de la historia de la humanidad ha tenido similar pretensión. Seguramente esclavos y esclavistas daban por “natural” la existencia de la esclavitud y pensaban, unos con resignación y otros con satisfacción, que esa realidad era inalterable. Pero los gurús del neoliberalismo aseguraban en su profético mensaje que ahora sí, la humanidad y por ende los Estados habían llegado al final de su maduración. Y esta profecía tenía como fundamento el reinado indiscutible del mercado. Así se legitimaba políticamente la desigualdad, que es un elemento esencial del capitalismo, ya que la política no tendría por qué plantear alternativas distintas. Ella serviría sólo para proponer modalidades, siempre y cuando no se tuviera la peregrina y trasnochada propuesta de regresar a opciones “superadas” que quisieran asignarle al Estado injerencias en el mercado o políticas redistributivas que solo servían para distorsionar esa sacrosanta institución.

Pero la historia siguió, a pesar del fantasioso paradigma neoliberal. La abultada concentración de la riqueza que se acrecentó en el mundo, el galopante cambio climático, la incapacidad de transformar significativamente la situación de pobreza y exclusión de grandes mayorías, son realidades que demuestran la necesidad de que la política no se rinda ante la ilusoria panacea del mercado.

Hago este preámbulo, para intentar introducir una reflexión sobre la necesaria vigencia de las ideologías, especialmente de la política. Si la historia hubiese terminado, ellas no tendrían razón de ser. Sin embargo, el fracaso de la soberbia pretensión neoliberal las “revive” (aunque realmente nunca se murieron, porque el neoliberalismo fue, en gran medida, una ideología en sí mismo).

Vuelve a tener vigencia el reconocimiento del papel del Estado frente al mercado, particularmente en su regulación y redistribución de la riqueza que se produce.

De nuevo se legitima la necesidad de tener valores con los cuales sean coherentes todas las prácticas y conductas humanas. Las ideologías son la fuente de los principios y valores, sean éstas políticas, religiosas, etc.

Es en este contexto que considero necesario volver a valorar la igualdad, lo cual no anula, para nada, la diferencia que es inherente a la naturaleza humana. El ideal de la igualdad es propio del socialismo, del cristianismo que inspiró la doctrina social de la iglesia o la teología de la liberación, del humanismo del siglo XVIII, pero también sustenta diversas posturas éticas.

Pero los principios y valores no pueden ser sólo un poema que se recita irreflexivamente, sea en los mítines políticos o en los altares pervertidos por la ritualidad.

Por eso, en esta corta campaña electoral que estamos viviendo, recuperemos ideología y evaluemos hasta dónde los planteamientos programáticos que hacen los candidatos son coherentes con principios y valores que permitan superar la desigualdad que corroe nuestra sociedad.

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