Eduardo Blandón
La noticia del despido de un caricaturista en Canadá ha dado la vuelta al mundo. El grupo de prensa de ese país, Brunswick News, despidió a Michael de Adder luego de difundir una viñeta que se volvió viral mostrando a Trump jugando golf frente a los cadáveres de un par de migrantes en el Río Grande (¿recuerda la foto que ha escandalizado a media humanidad?). Al parecer, la libre expresión del pensamiento no es un derecho demasiado asumido por las democracias del planeta.
Su caso no es único. También los grandes medios como The New York Times que ha dejado de presentar caricaturas políticas en su edición internacional sufre temores y practica la autocensura frente a la presión del gran capital. Vivimos en un universo que evita la diferencia, la rechaza y sataniza en virtud de una hipersensibilidad enfermiza que se ruboriza por todo. Más aún si se trata de un grupo particular y sui géneris como la comunidad que juzga casi todo como antisemitismo.
Y claro, si eso pasa en lugares donde el debate de las ideas es casi una práctica habitual, en países como los nuestros el solo hecho de pensar es un acto suicida. Por ello, espacios como Twitter se convierten en el lugar preferido de muchos que elevan su voz desde la seguridad de los teléfonos inteligentes. Es como si se hubiera descubierto una trinchera para una ofensiva que no aparecería de otro modo.
El caso es que la expresión de las ideas es un acto de rebeldía. Y lo es aún más si afecta intereses o su contenido difiere de lo establecido. Cuando sucede, aparecen los mecanismos inquisitoriales (ya conocidos y afinados) que desembocan en el despido o en la violencia y muerte de los que se atreven a cuestionar las convenciones de los grupos mayoritarios.
Así lo confirma el informe de la UNESCO titulado 2018 DG Report the Safety of Journalists and the Danger of Impunity, “el asesinato de periodistas, la forma definitiva de censura, es solo la punta de un iceberg de ataques contra periodistas, que van desde ataques físicos no letales, secuestro, detención ilegal, amenazas, acoso fuera de línea y en línea, hasta represalias por miembros de la familia”.
En Guatemala, como el resto de América Latina, además del desafío a los grupos que son parte de la estructura formal de poder, se agrega la amenaza del crimen organizado. No es un secreto que los grupos que operan fuera de la ley amedrentan a la prensa para evitar que su accionar salga a la luz y limiten su accionar. Para ello, el uso de la violencia es la forma habitual de silenciar a quienes ejercen el libre fluir de las ideas.
Al parecer no hemos salido de la barbarie. Con todos los adelantos de la tecnología, los viajes a la luna, la robotización y la inteligencia artificial, seguimos experimentando los temores ancestrales arraigados en el tuétano de nuestros huesos. Quizá por ello, frente al espanto de una caricatura rupestre del siglo XXI, prefiramos el castigo de la desocupación al autor de semejantes trazos infames.