Adolfo Mazariegos
Hace un par de años escribí un breve artículo en el que comentaba someramente algunos tópicos relacionados con lo que hoy día conocemos como populismo. En virtud de que nos encontramos inmersos en un proceso electoral en el que, evidentemente, esa herramienta (por denominarle de alguna manera) ha sido reiteradamente utilizada, he querido recuperar algunas ideas de aquél breve texto para ilustrar determinados comportamientos “políticos” con los que nos hemos encontrado durante el transcurso de la actual contienda electoral. En tal sentido, es preciso indicar que el poder político, ciertamente, puede obtenerse y mantenerse de distintas maneras. Una de ellas es la utilización de tácticas y estrategias populistas que, a decir verdad, no son algo nuevo en el mundo, pero parecieran haber cobrado alguna fuerza de consideración durante los últimos años en países como Guatemala. No obstante, es preciso hacer notar que estas estrategias han sido utilizadas a través de la historia y en distintas latitudes por un variopinto abanico de personajes pertenecientes a corrientes ideológicas que atraviesan el espectro político de un extremo a otro, es decir, no es algo exclusivo de una ideología u otra (y tampoco puede considerársele en sí como una ideología), por lo que sería un error endilgarle su uso con exclusividad a una corriente u otra en particular. El populista generalmente utiliza la descalificación, busca menoscabar la imagen de sus contrincantes y magnificar las problemáticas por las que pueda estar atravesando el Estado o que éste (el populista) asume como tales; esto lo hace con la finalidad de autoproponerse como el salvador y solución de cualquier problema existente, sin importar la exacerbación popular y sin reparar en si con ello se avivan los conflictos y dificultades sociales que puedan existir. La utilización de métodos científicos y la profesionalización en la política y en el ejercicio de la función pública son desdeñados y relegados a planos de poca importancia, y la elaboración de verdaderos planes y programas de gobierno cuya implementación en la práctica gubernamental es de vital importancia, sencillamente son inexistentes. El descontento popular generalizado o en alto porcentaje; las expectativas ciudadanas incumplidas; la necesidad de cambio; y la pobreza persistente, son abono perfecto que hace un campo fértil para la adopción de soluciones rápidas y cortoplacistas que, las más de las veces, resultan contraproducentes para la sociedad en su conjunto. Por ello es preciso considerar que el desarrollo de un Estado y la disminución de las desigualdades sociales no se alcanzan mintiendo; no se alcanzan improvisando; no se alcanzan imponiendo absurdas formas de accionar sin conocer la realidad; no se alcanzan sin una ruta clara y precisa de lo que hay que hacer en función de ese tan manoseado bien común… Tristemente, esa pareciera ser hoy día la realidad persistente con la que este país se enfrenta. Algunos académicos han dado en asociarla, inclusive, con lo que han denominado “crisis de la democracia”, aunque en honor a la verdad, yo le daría otra explicación… Ojalá, esa tendencia y realidad cambiara…, algún día.