Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Cualquiera que se tome a sí mismo demasiado en serio siempre corre el riesgo de hacer el ridículo. Václav Havel.

Nos tomamos la vida en serio, muy en serio. Quizá demasiado. Y esa es la causa, entre tantas otras, de que seamos hipersensibles y nos rompamos la madre por vencer, por ejemplo, en alguna discusión o en la defensa extrema de un puesto en la estructura de cualquier organización, por muy nimia o insignificante que sea.

¿A qué se debe tanto ridículo cósmico? Aventurémonos a dar alguna explicación. Puede ser producto, en primer lugar, del carácter. Una predisposición congénita que nos lleva a ser competitivos desde la más tierna edad. La actitud pendenciera del patojo que quiere ganar en todo, un partido de fútbol, un juego de cartas o hasta el amor de una “principessa” a cualquier precio o sacrificio.

Puede que sea también originada por alguna especie de vacío existencial. Una persona así quizá emprenda aventuras ridículas porque necesita aferrarse a algo. Lucha por la urgencia de sentirse seguro, por dar sentido a su vida o para entretenerse. Y lo hace tomándose las adversidades a pecho, con heroísmo, sabiendo que es eso o nada. Imaginando que su suerte depende de esa pequeña victoria que juzga descomunal.

Hay muchos ridículos en los espacios públicos. Un millonario que amasa dinero hasta el último día de su vida, un candidato obsesivo que se presenta a las urnas mil veces, el enamorado obsesionado por un amor imposible, el empleado público ensoberbecido con su puesto de encargado de la limpieza, el dramático que llora al abandonar un cargo. Somos niños con tendencia incurable al drama y el espectáculo sin gracia.

¿Se deberá quizá a la inmadurez? Es probable. Podemos suponer la infantilización eterna de ciertos espíritus desajustados. Sujetos con ceguera psíquica (¿existe tal cosa?) que les impide ver un horizonte más amplio para tomar distancia de sus propios contextos provincianos. Adolescentes perpetuos con afanes masturbatorios que no conocen fin.

Sí, al final es como una enfermedad. Un padecimiento que nos hace lucir mal y que provoca lástima. Como nunca es tarde para enmendarlo y la literatura a veces sugiere posibilidades de conversión, quizá este artículo sirva para superar ese pequeño bache existencial y presentarnos más relajados frente a la vida. ¡Que no es para tanto, carajo!

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