Eduardo Blandón
Parece una cuestión de signo de los tiempos el rechazo creciente en el ámbito educativo de las humanidades. No es solo la falta de tiempo, es la irrelevancia con que se juzgan los estudios de filosofía, la literatura y las artes en general. No son útiles, se dice, hay que preparar a los jóvenes para el mundo del trabajo… “la vida va más allá de la poesía y los saberes metafísicos”, se concluye.
Así, es recurrente encontrarse a sujetos diestros en su disciplina, cibernética, medicina e ingeniería, por ejemplo, sin que apenas hayan leído a Borges, Cortázar, Darío o García Márquez. Sujetos planos, con opinión pobre del mundo y sus problemas, llenos de una simplicidad o retorcimiento propios de cualquier personaje de Kafka.
¿Cuestión epocal? Quizá sí, pero también responsabilidad de los profesores (me incluyo por si acaso) que no solo no hemos podido transmitir la pasión por los saberes humanísticos, sino a causa de una cierta arrogancia que nos hace aparecer unos “buenos para nada”. Personajes huecos, llenos de una verborrea vacía, incomprensible y de poca trascendencia. Maestros pedantes, engolosinados por citas clásicas y frecuentes latinajos que poco incide en la vida de los estudiantes.
Con ello hemos contribuido a que se nos juzgue como sujetos extraños, aislados, llenos de poses, pero sobre todo vanidosos. No me lo tome a mal, hay muy dignas excepciones. No creo ni siquiera que la mayoría caiga en esa caricaturización, pero debe reconocerse que el cliché no ha sido producto de la imaginación, sino del contacto vital con personajes particulares.
Más allá de las cuestiones de personalidad está el pragmatismo posmoderno. La idea de que lo único que interesa es amasar dinero para, después, gastarlo compulsivamente. Educar para “encajar” en la sociedad de consumo. Identificar la felicidad con los ingresos. Vivir “la dolce vita”, lejos de la filosofía, la reflexión o cualquier proceso mental que me haga perder el tiempo. Producir es el mantra de nuestros tiempos.
Desafortunadamente esas ideas han permeado no solo en los filósofos de la educación, gestores y diseñadores de políticas públicas, sino en padres de familia, profesores y hasta en curas y pastores subsumidos en un universo de pensamiento único y del que no pueden sustraerse a causa, precisamente, de un pensamiento débil incapaz de sobreponerse al sistema que todo lo devora.
Que estemos como estamos es quizá precisamente, también, producto de la capitulación de las humanidades. Escapar de la debacle, imaginar vías alternas, solo será posible desde la filosofía y las artes en general. Más allá de ello, la literatura nos refinaría el paladar para disfrutar de un sentido del humor más sofisticado, lejos de la vulgaridad tan dispersa a lo largo y ancho del planeta.