Mario Alberto Carrera
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“El sentimiento trágico de la vida” nos viene de la creencia en la dual condición humana: ángel y bestia; alma y cuerpo; espíritu y materia. Hasta hoy tal sentimiento unamuniano –que fomenta y fragua el efecto de una gran melancolía, paradójicamente buscando la felicidad- no ha podido mutarse.
El destino del hombre parece ser el de sentirse un torturado, al menos en el sublime contexto de Unamuno, porque él no puede renunciar a ser religioso-cristiano. La religión, por un lado, le vende la oferta de la esperanza, de la gloria, de la eternidad: la permanente visión de Dios. Pero por otro lado, lo impele y lo atenaza con la exigencia inhumana de ser más ángel, menos bestia, para obtener un premio, una recompensa colosal. Y esta exigencia hunde al hombre en la negación de la Vida dionisíaca, como predica Zaratustra.
La religión hace sentir y hace creer al hombre una especie superior al resto de la “creación”, otorgándole un alma inmortal con un efecto de estremecimiento superior, que lo rescata del cieno irracional de la horda o de la manada a la que pudo pertenecer, y a la que no quiere recordar porque se avergüenza de sus orígenes, si es que alguna vez hizo contacto con la ciencia y, más arriba, con Darwin al que la inmensa mayoría de cristianos niegan, pasmados, porque me han sostenido –muchos- que no se debe leer más que la Biblia.
Pero también es cierto y conviene dejar muy claro, para muchos que arreglan las cosas a su modo para no sufrir –engañándose- que tener una religión es adquirir un gran compromiso que la mayoría de débil carne y de voluntad de esponja no puede asumir, sea ficción o no, sea alucinación compartida o no, sea el opio de los pueblos o no… Y no la pueden asumir -en toda su intensidad y exigencias- porque, atontados, creen que todos irán al cielo y no al infierno. En mis días de colegio marista, bajo la advocación de Mariano Rossell, las cosas eran bien diferentes. Creíamos firmemente que había un cielo y un infierno y que la mayoría caían en el averno o, al menos, en el purgatorio, escenario éste del que hoy no se habla, acomodaticios, y en el que podías pasar una larguísima temporada ardiendo espantosamente.
Quienes carecemos de religión, quienes nos llamamos alegremente librepensadores vivimos una vida menos angustiada que los que poseen y practican una religión plenamente. Y experimentamos “el sentimiento trágico de la vida” con menos intensidad. Bueno, acaso con menos intensidad que don Miguel de Unamuno, aterrorizado –allá en su dorada Salamanca y en su centenaria universidad- por el Cristo de tierra que hurgaba en lo más profundo de su ser para descubrirle -a Unamuno- su desgarrado sufrimiento: el no poder renunciar a la idea del trasmundo y del Cristo cósmico como lo predica Teilhard. Ese sufrimiento no lo experimentamos jamás los librepensadores agnósticos porque no entra ya en nuestras preocupaciones.
Pero pese a nuestro agnosticismo –y aunque parezca la más incomprensible actitud- nuestra visión del mundo no se cierra a la especulación de la Metafísica, de la Gnoseología, de la Teoría del Conocimiento, al menos de la lectura a fondo y del conocimiento de los grandes pensadores. Al contrario, es fascinante, por ejemplo, el mundo socrático-platónico o el kantiano, aunque a veces yo creo que Kant era ateo. Lo que pasa es que su tiempo y espacio no le permitieron ir más allá de lo que publicó.
Ser agnóstico o librepensador no es estar signado ni consagrado a Satanás, como algunos divulgan. Aunque en este país tan desorganizado y en la debacle, ya ni Jesucristo tiene importancia. Lo único que importa es no dejarse arrebatar los bienes que mediante la coima se conquistan.