Luis Fernández Molina
En estas, así llamadas “vacaciones de verano”, no visité Miami, ni Orlando, ni Cancún, ni México, ni Centroamérica. Hice viaje a un lugar más precioso que esos. Gracias a Dios que he tenido el privilegio de admirar mi país y la posibilidad, y tiempo, de escapar de las tóxicas radiaciones del estrés capitalino. Además, el paseo es más corto, más cómodo y, con todo, más barato. No quito mérito a los atractivos que puedan tener los otros lugares antes citados (después de los aeropuertos, visas, maletas, las grandes filas, propinas, etc.), pero lo que ofrece Guatemala es inigualable. Y está en medio de nuestra gente.
Guatemala se despliega como un cuadro de maravillas pintado por el más sublime de los artistas. Combina paisajes de la más variada gama en espacios muy cortos. Del frío de las montañas del altiplano se pasa, en menos de una hora, a los tupidos bosques de la bocacosta y luego a la fértil llanura de nuestro litoral. Por el oriente las vegas verdes que contrastan con el aire seco y por el norte las planicies de Petén impregnadas de Historia. Al norponiente la ventana de esmeralda que nos asomaba al Caribe y al norponiente las impresionantes mesetas de los Cuchumatanes. Todo un aderezo de piedras preciosas para deleitar cualquier gusto.
Pero hay algo más, se descubre la cultura ancestral que todavía respira a pesar de las embestidas asfixiantes de una alineación arrasadora que procura nivelar todas las diferencias para adaptarlas a un mismo formato. Se comparte en el altiplano ese espíritu maya que no ha sido conquistado. Las costumbres heredadas, los trajes multicolores, los idiomas. En todo el territorio se revelan los vestigios precolombinos de más de dos mil años y las ruinas coloniales de los trescientos años que fuimos colonia española.
En fin, hay un abanico de bellezas inimaginables. Tanto que gozar con los connacionales y, sobre todo, compartir con quienes nos visitan. Después de todo es un patrimonio común que Dios nos ha encargado conservar.
El viaje que ahora hice fue a las enigmáticas ruinas de Takalik Abaj y a unas cabañas bajo el concepto de “eco lodge”; muy agradable experiencia. De allí –la bocacosta–subimos a Xela, pasando por Colomba, San Martín Chile Verde, Ostuncalco, hasta llegar a la Ciudad de la Estrella. Al día siguiente un recorrido por las planicies de Sija. Mucho que comentar sobre cada uno de esos lugares, pero lo haré en diferente espacio.
Por el momento solo haré referencia al alivio y sorpresa de no ver piedras, palos, postes, etc. pintados de muchos colores que estropeaban el paisaje. Es claro que la Ley Electoral ha significado un cambio que trae cosas buenas y otras impredecibles, pero haber limitado la propaganda (inútil y robotizada). Por último, en el camino de regreso, la satisfacción del “libramiento” de Chimaltenango. Qué bueno, ya era hora. No sé si echaré de menos a Chimaltenango (como lugar de paso) como no fue, en su día, con Villa Nueva, Palín ni Escuintla.