Mario Alberto Carrera
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Yo me pregunto si la Colonia -y las nostalgias monárquico aristocrático encomenderas- han perecido realmente en Guatemala ¡tan llena de tradiciones que nos anclan al pasado! Creo, contundente y tajantemente que no. Este es el país donde la inmutabilidad de Parménides esplende con ubérrima decadencia. La élite financiera sigue apelando –ante los tribunales de la paranoia histórica- para que se le reconozca descender de antiguos hidalgos españoles o, cuando menos, de acomodados comerciantes o empresarios belgas o franceses, en una afán descomunal por demostrar que en sus venas no corre sangre indígena (aunque atesoren en sus casas reliquias de los “mayas”, seguramente mal habidas). Y, si les es posible pagar un buen genealogista, entonces intentan demostrar que descienden del marqués de la Ensenada, del de Vista Bella o al menos del marqués de Sinibaldi, uno de cuyos descendientes se encuentra honrosamente fugitivo. Sé de algunos más alucinados ¡sí, aquí en Guatemala!, que afirman descender del mismísimo rey Pelayo, del Principado de Asturias.
¡Eso es aycinenismo! Es sentirse –en la Guatemala de 2019- integrando una especie de corte esquizofrénica sin rey (aunque algunos hacen las veces de tal porque son los caciques o patrones de la tribu, como los Arzú) absolutamente criolla, dicen ellos altaneros desde su palacio de pollo, de cemento, de aceite o de cerveza. Es imaginarse superior al resto de guatemaltecos en un supremacismo que supera al ku klux klan o a las falanges fascistas de Italia o España, sólo porque se lleva un apellido que -a partir del siglo XVIII o más recientemente de 1960- es muy importante y conocido en el mundo del dinero que casi nunca pertenece a la intelligentzia. También se da el caso de los asimilados -que se sienten igualmente intocables- porque tienen “cuatro reales” amasados como funcionarios o militares corruptos, cuyas segundas generaciones hacen olvidadizo el origen de sus capitales e intentan (y a veces lo logran) hacer matrimonios ventajosos con “las familias”, como las llamaba don Ramón A. Salazar. Y así convertir en azules sus colores ladinos. Sólo en Disneyland se pueden alucinar tales delirios que sólo ellos creen.
La actitud que asumamos -enrostrados a las ideales o ideas de igualdad (ègalitè) y de inclusión- nos perfilarán como aycinenistas o no. 1. Ante las personas o pueblos originarios entre los cuales podríamos proponernos repartir bienes, gravámenes e impuestos. 2. Los bienes, impuestos o gravámenes que podríamos repartir. Y 3. El criterio que emplearíamos para repartirlos.
En el primer caso, la aycinenidad-Arzú (o sea la esencia purísima del aycinenismo dieciochesco) estaría dispuesta siempre –y de hecho lo hemos visto así en este Gobierno de In-Morales- a imponer impuestos que lesionen a la masa y poco a la élite. Y en cuanto a la distribución de la riqueza (Ley de Desarrollo Rural Integral) la aycinenidad-Arzú-Escobar dice ¡cero! Y así lo afirman también sus partidos ad láteres que contienden ahora. En el segundo caso, el ayicinenismo no reparte bienes, da limosna a impone gravámenes aterrorizadores, igual que durante la Colonia. En la tercera propuesta, el criterio que emplearía el aycinenismo sería leonino: nada para el pueblo, todo para nosotros. O sea: que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres más pobres, mediante el laissez faire, laissez passer.
Linaje y discriminación racial siguen siendo las columnas sobre las que se levanta la gestión pública y las políticas públicas guatemaltecas. No nos engañemos. Esa es la lectura que se hace del 90% de los partidos y candidatos para los comicios de junio, casi todos hijos del linaje y el racismo establecido desde poco antes de la “Independencia” por “las familias”.