Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Hay un sector de la población, particularmente los mejor ubicados en situación de ventaja económica, que sorprende en cuanto a optimismo desbordante se refiere. Hablo de los que miran no ya el vaso medio lleno, sino incluso desbordante. Esos espíritus leibnizianos para los que Guatemala es el mejor de los países posibles.

No hay espacio social donde no aparezca uno. Así, al referirse usted a la crisis del Estado, la delincuencia o la corrupción extendida entre políticos y empresarios, le dirá que quizá exagere, que peor está Haití y, claro por qué no, estamos tan mal como Francia con los chalecos amarillos. Hay que dimensionar, insisten.

Son expertos en el arte de la perspectiva. ¿Qué decir de la pobreza? Hay, dicen, queriendo aparecer realista y concediendo, “pero nuestra estabilidad macroeconómica es de antología. El quetzal se ha mantenido. Hay dinamismo, si no, mira los edificios en construcción, los supermercados… a veces somos demasiado trágicos”, insisten.

Uno piensa que los muchachones miran el mundo desde su propia lupa. Un confort que les hace ver el país desde las zonas más afortunadas. Se trata de chicuelos que creen que Guatemala es el país de los conciertos de Luis Miguel, las Universidades donde estudian y los restaurantes que frecuentan. Lo demás, los lugares de hambre, la falta de salud, la ausencia del Estado en materia de educación y vivienda, son cosas menores, exageraciones de comunistas desfasados.

Esa mirada miope se ve reforzada por prejuicios. Uno de ellos, el considerar que quien es pobre es por perezoso. Gente que al no esforzarse quiere vivir de los otros. Invasores de tierras en un país que genera leche y miel. Porque las oportunidades están ahí, dicen. Quien trabaja conquista su fortuna, “lo que pasa es que la gente quiere todo regalado”, juzgan, para terminar recitando ejemplos de superación.

En esto influye también la visión de los que profesan la llamada “teología de la prosperidad”. Son feligreses con exceso de optimismo para los que la Providencia tiene todo bajo control. Así cómodamente dejan las cosas como están, pues Dios es el protagonista de la historia y los hombres poco o nada pueden hacer. Se duermen en los laureles porque, evidentemente, ellos están bien. Si no, porque la religión se ha convertido en un narcótico, opio decía Marx, que los deja en un estado de indiferencia total en espera de milagros.

No hablo de ceder el espacio al drama o sacar nuestras arpas para “cantar un cántico de Sión”, me refiero a tomar conciencia de nuestra situación deplorable para tomar acciones que permitan una realidad alterna. Si exceptuamos a los que cómodamente insisten en que, a pesar de todo estamos bien, la mayoría de los guatemaltecos no vivimos en un lecho de rosas. Además de las injusticias y corrupción a granel, hay un sistema perverso que permite que los pobres sigan siendo más pobres. De verdad, para que lo entiendan los niños de bien, Guatemala no es la Francia con los problemas del Mouvement des gilets jaunes.

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