Luis Fernández Molina
Veamos ahora el impacto del voto nulo. En las elecciones de 2015 la asistencia (primera vuelta) fue de un aceptable 71 por ciento. De esos un 5 y 4 por ciento votaron en blanco y nulo, respectivamente. Para los comicios del 2019 la apatía del ciudadano puede traducirse en dos reacciones: a) que ni siquiera se empadrone; y b) que no se apersone a votar. No empadronarse es la forma más elemental de apatía y, preocupantemente, hay más de millón y medio de ciudadanos que tienen DPI, pero no se empadronan.
La expresión elemental de rechazo al sistema es no ir a votar. Otra manifestación, igualmente inconforme, es tomar su papeleta y depositarla en blanco o la mancharán, convirtiéndose en nulo. La expresión del primero es una reacción pasiva y la del segundo es una especie de rebeldía. Es claro que ambos votantes patentizarían así su desconformidad con el sistema. Acaso quien vota en blanco no está de acuerdo con la maquinaria electoral y el que vota nulo no está de acuerdo pero con los candidatos. Vale la sutil diferencia. Igual distinción habría que descubrir entre el voto en blanco y la mera abstención.
Las estadísticas indican que solamente un 17 por ciento se decanta por algún partido o candidato. (Hago abstracción del voto condicionado, conducido o acarreado). El voto nulo es la gran interrogante. El voto en blanco y el nulo son expresiones de un votante frustrado, pero desde el punto de vista formal el voto en blanco no cuenta; no se le puede equiparar al voto nulo por la sencilla razón que la ley se refiere expresamente al voto nulo.
La aceptación del voto nulo es un avance en beneficio de la democracia. La esencia de la democracia consiste en que el pueblo pueda escoger a sus autoridades y mientras más opciones se le den para escoger, mejor servida estará dicha democracia. Viene a ser una cuestión de verbos: no se trata de “elegir” sino de “escoger”. Desde 1985, salvo la primera elección, en prácticamente toda la ciudadanía votaba por el menos peor o por quien generaba menos anticuerpos. Que lo diga Carpio Nicole, Baldizón o Sandra Torres. De ahí se generó la leyenda que al perdedor (por quien debimos haber votado) le tocaba en la próxima elección.
Si de escoger se trata, ahora el votante tiene un platillo más en el menú: no votar por ninguno. El voto nulo mayoritario es una exigencia de nueva elección y nuevas votaciones (a pesar del craso error de la LEPP).
Es claro que ningún candidato ha despertado aclamaciones. Ningún binomio ha provocado el efecto de “caballo ganador” que arrastre un alud. Ello nos lleva, nuevamente, a votar por el menos peor y/o el voto como de rechazo a alguno en particular. El “voto castigo.” Si el voto nulo no es mayoría solo puede ayudar a los punteros. En todo caso es como un cachinflín que sabemos cómo encenderlo, pero ignoramos hacia dónde va.