Adrián Zapata
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Recuerdo uno de los “postulados” de la Cámara Junior Internacional, con mucha presencia en Guatemala en los años sesenta, que decía “los gobiernos deben ser de leyes, más que de hombres”. La validez del mismo me parece obvia, porque el ejercicio del poder político no puede responder por completo a las subjetividades de los gobernantes, sino debe ejercerse en un marco de legalidad que le dé certeza a la ciudadanía sobre las competencias y correspondientes límites que tienen quienes gobiernan.
No obstante lo anterior, debemos tener presente que las leyes son “hechas” por la política. Es el Legislativo, el órgano de mayor esencialidad política, el que las promulga.
Recordemos que la política es la lucha por conquistar o por mantener el poder político del Estado. Y el ejercicio de dicho poder se expresa en la acción de gobernar y legislar. La legitimidad de los jueces para ejercer su función jurisdiccional proviene de las normas que los rigen, tanto en la definición de cómo acceden a esos honorables cargos, como en la aplicación de las leyes.
Pero la lógica del ejercicio del poder ha ido cambiando. El vilipendio que sufrió el Estado, lo público y la política en general por parte del neoliberalismo (acaso el único, pero relevante, éxito que esta aberrante visión tuvo en el mundo), en su afán por deificar el mercado, creó las bases ideológicas y, por lo tanto subjetivas, para la deslegitimación de la política. Claro que esta afirmación no puede desconocer la responsabilidad de los políticos, dados los altísimos y crecientes niveles de corrupción en que han caído, conducta aberrante que es incentivada por la sobre valoración de los bienes privados, como valores supremos, sobre los públicos. En esta visión el individuo está al centro y lo colectivo se aprecia, si acaso, como la simple sumatoria de las individualidades. Desde esta plataforma ideológica individualista la tentación de la corrupción se acrecienta o se justifica (por acomodamiento, por necesidad o por simple y perversa ambición desmedida). Y es allí donde los valores personales pueden hacer el contrapeso y eso sí ya es, en gran medida, una meritoria conducta individual, socialmente influida por la familia, la religión, los entornos, etc.
Argumento todo lo anterior para intentar aportar a la explicación del deterioro y deslegitimación de la política. Por eso, y en un completo contrasentido, la gente quiere elegir a quienes no son políticos, para ejercer la función de la política.
En esas condiciones, es lógico que la política y los políticos tengan que ceder su lugar a otros, para dirimir problemas que por su naturaleza deberían ser de su competencia. Por ello, los jueces ahora tienen que decidir quién participa y quien no en la elecciones. Por esa razón, la corte celestial, es decir la Corte de Constitucionalidad, tiene que terminar dirimiendo los principales conflictos políticos.