Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Humberto Ak’abal no escribía para vender ni para trepar en lianas de fama; no lo inspiraban las estanterías llenas ni el oropel de los reconocimientos. Escribía porque tenía otra necesidad. Una exigencia interna que lo desbordaba. Recuerda el nacimiento del río San Juan, en Aguacatán, en que una boca se abre al pie de la montaña y borbotea agua límpida y fría. Brota por necesidad, porque la montaña no puede retener ese líquido precioso. Ak’abal era como sus piedras, que no eran mudas, sencillamente guardaban silencio y solo se expresaba cuando sus palabras eran más exquisitas que el silencio. Eran como las estelas mayas que solo los iniciados pueden entender a cabalidad sus inscripciones.

Algunos señalan que su discurso era contestatario, por ejemplo: “La justicia no habla en lenguas mayas (…) La justicia no camina descalza por los caminos de tierra”, “A nosotros los indios nos ha hecho famosos el odio de los imbéciles”, “De hambre se muere poco a poco”, el rechazo al premio nacional, etc. ¿Acaso no tenía derecho? Más bien pregunto ¿Acaso no era su obligación? Él, que tenía una voz privilegiada, estaba llamado a rugir como los jaguares o gritar como los saraguatos para que se escucharan los lamentos de su gente. Tenía la persistencia de los cenzontles para repetir por todos los barrancos la triste historia de su pueblo. Su decir tenía la gracia de los colibrís para merodear por los jardines de nuestra mente. Sus versos compartían la sutileza de las mariposas. Tenía que escribir. Su poema era como el soplo matutino que disipa la niebla y descubre las cañadas del altiplano; era como el rayo de sol que se cuela entre el ramaje para iluminar los más oscuros rincones de la hojarasca.

Los buenos poetas manejan las ideas y encapsulan fantasías y misterios en contadas palabras. Pocas frases que encierran sortilegios. Ensalmos que frotan la lámpara que libera al genio de la imaginación. A riesgo de ser injusto menciono, de esos poetas, a Lorca, Borges y Miguel Hernández. Pero aquí en Guatemala tenemos nuestros propios poetas. Allí está Ak’abal. Y, así como Lorca que quiso resaltar el cante jondo y la Andalucía gitana, así quiso Ak’abal resaltar el verso de la montaña fría.

Una parte de Humberto Ak’abal se ha ido. Esa parte material que, como todos, algún día debemos devolver a su origen. Nos queda aquella imagen del hombre de barro, vestido siempre y con dignidad con su atuendo nativo (nunca en corbata); el poeta que no lo fue en su tierra. Pero nos ha legado el embrujo de sus versos, los que se leen en más de 20 idiomas (incluidos árabe y estonio). Pero sus letras, que traducen el arrullo de las cañadas y que reverberan entre los volcanes y lagos se escuchan en el k´iché con que escribía y luego traducía al castellano.

“Yo no hablo solo/platico con las palabras que has dejado en el patio de la casa.”

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