Mario Alberto Carrera
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La Guerra Civil Guatemalteca comenzó –fecha conmemorativa– el 13 de noviembre de 1960. Muchos –con hipocresía condescendiente– la llaman enfrentamiento armado interno. En 2020 arribaremos a más de medio siglo de una corriente colosal de sangre irrestañable. Es mentira que la guerra terminó en diciembre de 1996. Y es mentira porque las causas que la produjeron –que son fundamentalmente el hambre y la desigualdad– lejos de agonizar y fallecer, se han multiplicado –serpientes de la Medusa– que crecen bajo el alero podrido de la avaricia capitalista y el vesánico afán de poseer del terrateniente encomendero y la avidez codiciosa de la alta burguesía nacional.
La Guerra y la Paz, título de una de las novelas más trascendentales de la humanidad, tiene por tema central la muerte. Tolstoi se preguntaba obsesivo por qué el hombre es capaz de matar al hombre inmisericorde en los campos de batalla, obedeciendo “simplemente y sencillamente” la orden de un superior que, en nombre de un rey o de una nación y su defensa, le dice que es imperativo acabar con la vida de otro. Y punto en boca. El hecho mismo de la guerra es el hecho de matar y no el de las estrategias, maniobras y logística de los grandes capitanes. Y enfocado en esa idea escribe una novela tan esencial.
La Guerra Civil de Guatemala –cuya paz aún no se ha firmado, lo de diciembre de 1996 son tortas y pan pintado que nadie respeta realmente– continúa y lo poco que se ha podido concretar en torno a algunos de los Acuerdos de Paz, es deleznable en el sentido de que lo que apenas se logra levantar, y medio afianzar, se derrumba porque no hay la voluntad político económica para que sobreviva. ¿Miento? ¡No! Para demostrarlo puedo presentar el alevoso caso del tumbe y casi caída ya de la CICIG., cuyo inicio e inauguración tuvo como ensamble uno de los famosos Acuerdos de Paz… ¿Sí o no?
A lo largo de estos 50 años de “Guerra sin Paz” (nombre que sugiero para una obra que novelice nuestro calvario de medio siglo, y que acaso escriba) muchos han muerto, otros hemos envejecido y miles de jóvenes –mientras contemplan su teléfono inteligente en estúpida ausencia mental– llegarán a la madurez sin comprender si están vivos o ya muertos –como los de Comala de Pedro Páramo– en una Guatemala que va hacia el desbarrancadero del terror, empujada por la corrupción, la impunidad, la desigualdad y el hambre que los ricos cultivan aullando el lema de ¡viva la muerte!, que es el eslogan del fascismo, el nazismo y el racismo.
Se atropellan todos estos recuerdos y todas estas ideas derrotistas y pesimistas en mi mente (reconozco que no soy optimista porque el realismo me obsede más que el idealismo) ante tanta y tanta demencia y alienación tremendista que vivimos en Guatemala como –por ejemplo y la última que con gran escándalo mediático hemos conocido– la labor que con perturbación y paranoia se cultiva en el Congreso de la República para reformar la Ley de Reconciliación Nacional, ley que también se creó a partir de los Acuerdos de Paz. Y que nació con ellos y para terminar supuestamente con la guerra y la muerte que fomenta el promocionar ¡precisamente!, la impunidad.
Vuelvo a repetir lo que ya he dicho en muchos artículos en este mismo espacio: la democracia no se construye y no se levanta sobre el podrido andamio del perdón y del olvido ¡y la execrable prescripción!, de los delitos de lesa humanidad.
Continúa el lunes 28.