José Carlos García Fajardo*
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Dicen que lo bueno de ser anciano es que ya eres demasiado viejo para dar mal ejemplo y puedes empezar a dar buenos consejos. Lo cierto es que dentro de cualquier anciano hay un joven preguntándose qué ha sucedido.
Hablamos de jóvenes enfadados y no de los ancianos amargados porque sienten que sus vidas no son lo que podrían haber sido. Se sienten estafados. Se irritan ante la alegría de los jóvenes y no se aceptan a sí mismos porque viven obsesionados por la muerte. Nadie les enseñó a amar la vida, a amarse a sí mismos, a asumir el único sentido de la existencia: ser nosotros mismos, sabernos felices asumiendo la realidad y transformarla según nuestras capacidades.
Y ser feliz es ser uno mismo, poder hacer las cosas porque nos da la gana, no porque lo manden o para alcanzar méritos para una supuesta vida de ultratumba. Esto es un chantaje de las religiones y de los grupos de poder: posponer la felicidad para mantenernos sumisos. Unas sectas se encarnizaron con el sexo, otras con la alimentación, otras con obediencias a imposiciones inhumanas; pero, sobre todo, con la libertad de pensar, de actuar, de decir sí o no sin rendir cuentas.
Para muchos, “son buenos” el niño, el alumno, el trabajador, el ciudadano que obedece sin preguntar por las causas de la injusticia. Han hecho de la obediencia una virtud. Un buen pueblo, para el que manda, es un rebaño que pasta sin hacer ruido.
No hemos nacido para trabajar ni para obedecer, sino para realizarnos en nuestro ser y en nuestro ambiente de sobriedad compartida, en el respeto a la vida, a la justicia, a la bondad y a la búsqueda de la felicidad en armonía con los demás seres.
Es urgente la rebelión de las personas mayores que padecen su soledad como antesala de la muerte. Nunca es tarde para madurar sin confundir el envejecimiento, que es cosa del cuerpo, con la madurez que es crecer hacia dentro y saborear la vida. Una cosa es el Cielo de la conciencia, con sus posibilidades de crecimiento interior, y otra el paso de las nubes de la mente. Descubrirnos gotas en un océano de silencio es transformar la existencia en una celebración compartida. Es descubrir el universo en el rocío.
No hay mayor provocación que ser uno mismo. Atreverse a ser, a discrepar, a gozar y a realizarse en armonía con el universo. El sabio acepta la realidad imponiéndole su sello: para hacer lo que queramos tenemos que querer lo que hacemos. Porque nada puede morir, tan sólo cambiar de forma. La existencia nada sabe de la vejez, sabe de fructificar. Ya tenemos lo que buscamos. Hay que despertar.
Madurez significa que hemos llegado a casa. La madurez es conciencia, el envejecimiento sólo desgaste. Todavía queda tiempo para cambiarse de tren.
*Profesor Emérito UCM.