Ricardo Alvarado
Los escenarios sociopolíticos de Guatemala, pocas veces han sido fáciles de entender y de desempeñarse en ellos. Hace poco más o menos 70 años el Estado experimentaba el ensayo de actualizarse mundialmente en el ejercicio de una gestión gubernamental y administrativa democrática y no por la imposición extranjera de ideas extrañas como la ignorancia pregona, sino por la tendencia humanista de respeto y tolerancia mutua dentro de un ámbito de honradez y decencia política. La humanidad recién salía de una de las conflagraciones mundiales que había puesto de manifiesto en toda su dimensión, la torpeza y estupidez de los atavismos criminales, más peligrosos que las diversidades de las ideas y las opiniones, tal era el contexto mundial dentro del cual Guatemala corría por ponerse al día después de muchas décadas de marginación social y despotismo político, esfuerzo que se veía amenazado por los resabios de corrupción disfrazada, incapacidad política y represión criminal de los últimos 14 años. Estos factores internos asociados a los restos de la criminalidad internacional que sobrevivían y representados a la sazón por los gobiernos de Nicaragua, República Dominicana, Colombia y Venezuela acosaban los esfuerzos democratizadores de Centroamérica. A finales de 1946 e inicios de 1947 las amenazas de muerte, directas y mediante rumores se enfocaron en la vida del Presidente de la República, quien el 15 de marzo de dicho año debía presentar su informe al Congreso de la República. Del anecdotario veraz y serio de quien como primer vicepresidente ejercía la Presidencia del Organismo Legislativo, palabras más palabras menos recojo lo siguiente:
“…me presenté a la Presidencia de la República y cumpliendo con las formalidades del protocolo establecido para el efecto, le expresé al señor Presidente que estaba allí para acompañarlo al parlamento a la presentación de su informe de la gestión presidencial del año anterior. A su respuesta afirmativa agregó que había ordenado un cambio en el trayecto a recorrer y que consistía en que el mismo lo haría él y su gabinete sin vehículos y caminando previo permiso de la autoridad correspondiente, por el centro de las calles. Me permití recordarle sobre las recientes amenazas y rumores y riesgo de su vida. Respondió que su protección era el pueblo a quien le debía la valentía de un líder y no la intimidación de un cobarde y que empezáramos a caminar…”.
Esta referencia es corroborada por la versión fotográfica que se presenta sobre la llegada del presidente Arévalo al Congreso de la República acompañado de diputados, miembros de su gabinete civiles y militares. Puede distinguirse a sus ministros de Economía y Gobernación, licenciados Carlos Leonidas Acevedo y Francisco Villagrán de León. Este último dejó la Presidencia de un Colegio de Abogados de “cangrejos” como el presidente solía llamar a sus opositores, para incorporarse a los hombres de la revolución democrática. También puede distinguirse a altos funcionarios militares como el Ministro de la Defensa y el Jefe de las Fuerzas Armadas, coroneles Jacobo Arbenz Guzmán y Francisco Javier Arana, dignificadores de una institución castrense demeritada y humillada por el sátrapa de los 14 años anteriores, y actores políticos destacados como el licenciado Juan José Orozco Posadas y demás personajes cuyos nombres y cargos el transcurso del tiempo ha borrado de mi memoria.
La inherente e innegable valentía de aquel presidente no le permitía abrigar temores y se veía fortalecida por su honradez y capacidad, la aceptación del pueblo y su plena identificación con el mismo. Este antecedente si bien remoto, no impide cuestionarse sobre la razón o motivo que el gobierno actual tuvo para que, con ocasión de la presentación del informe presidencial al Congreso de la República, haya movilizado más de 17 mil agentes de policía sin contar con los aparatos clandestinos de seguridad insertados en sus estructuras. De ahí la pregunta que titula esta columna: ¿intimidación o cobardía?