Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Cuando Hitler accedió al poder en 1933 como Reichskanzier llegó, curiosamente, con la aprobación de la mayoría de la población. Más curioso aún, que sectores diametralmente opuestos, dispares y hasta opuestos -nobleza, monárquicos, ejército, empresarios, republicanos, clase media y baja-, hayan estado satisfechos. En primer lugar, no se le tomó muy en serio; era una pausa dentro del colosal desorden en que estaba sumergida Alemania. La inflación, entre otros ejemplos de esa parafernalia, era tan absurda que el mismo dinero de la mañana valía la mitad en la tarde. Por eso era aceptable probar una medicina diferente. Nadie pensó que iba a subir un escalón más. Lo miraban como un activista, revoltoso, que decía ser militar, pero no tenía galones ni reconocimientos; ponderaba el pangermanismo y había nacido en Austria; celebraba la “super raza” aria y no era ni alto, ni rubio. Y, sobre todo, no correspondía a las élites algo muy importante en una Alemania clasista y marcadamente devota de su cultura germana. ¡Dejémosle estar! En todo caso, Alemania necesitaba orden y mano dura y era lo que ofrecía el advenedizo soldado desconocido.

Hitler, era un cínico descarado, pero genial y las tácticas que habría de emplear después en el marco internacional las ensayó en su ascenso interno; prometer, pactar y prestar cuanto juramento le pidieren, pero luego no cumplir, especialmente con aquellos que pensaba aniquilar. Ni siquiera los judíos mostraron preocupación. Stefan Zwig escribió: “La industria pesada se sentía libre de la pesadilla comunista; vio en el poder al hombre a quien desde hacía años había sostenido económicamente; y al mismo tiempo, respiraba, aliviada y entusiasta, la pequeña burguesía, a la que, en centenares de reuniones había prometido la “terminación de la esclavitud de los intereses”. Los pequeños comerciantes recordaban su afirmación de que cerraría las grandes tiendas, su competencia más grave (una promesa que jamás cumplió); y, sobre todo, celebraba el advenimiento de Hitler el ejército, porque pensaba de un modo militar y execraba el pacifismo. Hasta los social demócratas no venían su ascenso con tan mala cara como habría sido de esperar, porque confiaban que terminaría con sus amigos mortales, los comunistas, que tan desagradablemente se abrían paso a sus espaldas.” En otras palabras, como buen populista, ofreció a todos a sabiendas que no iba a cumplir.

Los dos trampolines que catapultaron a Hitler fueron: a) la necesidad de orden, de mano fuerte; y b) el temor al comunismo. Por eso las masas embobadas se dejaron arrastrar como borregos por el constante bombardeo de publicidad y eso que la población era letrada y culta. Pero cernía sobre Europa, sobre todo en el oriente, la ominosa sombra del comunismo o marxismo, que se conocía con otra palabra más contundente que infundía respeto: bolchevismo. “Un fantasma recorre Europa” como rezan las primeras palabras del Manifiesto Comunista. Ese fantasma, encarnado en la figura de Stalin era suficiente motivación para votar por lo que sea que se le opusiere.

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