Arlena Cifuentes
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Para nosotros los católicos se inicia la cuarta semana de Adviento, la última que precede a la Navidad y que significa también la última para terminar de prepararnos espiritualmente para el nacimiento del Niño Jesús. Es un tiempo de espera en la que los elementos fundamentales son la reflexión y revisión personal. Qué tan buenos hemos sido, en qué hemos fallado, tiempo de hacer propósitos para no reincidir en los mismos errores. Es el tiempo de conversión, de doblar rodillas y arrepentirnos para retomar el camino de la mano de Dios.

¿Pero, cuánto nos ocupamos del verdadero sentido del Adviento? Hoy perdemos de vista lo fundamental, que significa prepararnos espiritualmente para la venida del Señor. Abundan los convivios, los intercambios de regalos, las reuniones familiares y los obsequios para el 24 a la medianoche. En medio de los festejos nos perdemos y nos alejamos del verdadero sentido de la Navidad. Nuestra mesa estará llena de las delicias de esta época, no faltará el pavo ni tampoco un buen vino para acompañar las viandas, estaremos pletóricos de lo material que no logrará llenar nuestros vacíos y nuestras necesidades espirituales.

Tengamos presente que lo material es pasajero, nos brinda una satisfacción fugaz, lo espiritual permanece, es Pan de Vida, alimento diario. Por ello, hagamos un alto en el camino, probablemente hay familiares o hermanos, no importa la Fe que profesen, que lo que necesitan no es material sino una palabra de cariño, un gesto de amor, un abrazo, una visita para la cual en nuestra trajinada vida no encontramos el tiempo.

Para la inmensa mayoría de nuestros compatriotas ni el Adviento ni la celebración de la Navidad tienen mayor trascendencia porque para ellos no hay diferencia entre el día a día y la Navidad, la lucha por la sobrevivencia es lo fundamental. La consecución del pan diario, de vestimenta que los proteja del frío porque sus casas, si así se les puede llamar, están hechas de madera, cartón o lámina en donde penetra el aire por los agujeros. Los niños se cubren con harapos y los mocos se deslizan sobre sus caritas sucias y sus pies están descalzos. Esta es la realidad, no es mi imaginación ni un deseo por exagerar. Aún tengo el recuerdo inolvidable de lo que describo, en una aldea en las montañas de Camotán, municipio en el que trabajé mucho tiempo.

En lo personal vivo un conflicto que se acentúa en esta época, la mezcla de indignación y de impotencia ante un problema latente, que está ahí, que se agudiza y que nos es indiferente, porque no lo hemos vivido en carne propia y porque hemos perdido la capacidad del asombro, la sensibilidad que todo aquel que se dice cristiano debería sentir.

Las calles están llenas de necesitados. Ante quienes cerramos los ojos y también los vidrios de nuestros automóviles. Mujeres con niños en brazos quizá para despertar nuestra compasión, pero en su interior portadoras de una miseria que es producto de la irresponsabilidad del Estado y también suya y mía. Los ancianos y los niños abundan en las calles, no nos cuestionemos si debemos darles o no, seamos generosos con quien se acerque a nosotros y extendamos nuestras manos, no nos refugiemos en justificaciones vanas; allá ellos si nos engañan. Que este Adviento nos ayude a obrar de corazón y a comprender a los necesitados de pan o de amor. No pasemos de largo, veamos en cada persona, en cada uno de ellos el rostro de Jesús, para darle el verdadero sentido a esta Navidad.

Que en cada uno de nosotros prevalezca el verdadero sentido del Adviento y la Navidad: caridad, solidaridad y amor al prójimo.

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