Luis Enrique Pérez
Hay escritores que lo son solo porque quieren ser escritores, y no porque posean talento para serlo. Consumen su energía en el intento de mostrar que lo poseen; pero cuanto más lo intentan, más parece detestarlos el arte de escribir.
Abundan en palabras y escasean en conceptos. Prostituyen el sustantivo. Fatigan el adjetivo. Matan el verbo. Complican la sintaxis. Corrompen la semántica. Torturan la metáfora. Buscan la forma de una materia que no tienen. Son delincuentes del lenguaje. Son torpes gallináceas que pretenden volar con la elegancia del águila. La perennidad desprecia sus obras, aunque pueden disfrutar de alguna piadosa temporalidad, auxiliadas por plebeyas valoraciones del arte de escribir.
No tienen estilo; y si, como afirmó Goethe, el estilo de un escritor “es un reflejo fiel de su alma”, hay que deducir que nada pueden reflejar, porque no tienen alma; y si, como afirmó Buffon, “el estilo es el hombre”, no pueden tener estilo. Y tienen que anunciar que son escritores porque nadie encuentra algún indicio de que lo sean. Tienen ansia de reconocimiento; pero nada hay que reconocer en ellos, excepto su miseria intelectual, su mediocridad literaria y su impotencia estética.
Se esfuerzan por ser originales como si la originalidad tuviera valor intrínseco y pudiera otorgarles talento; e ignoran que, como afirma Nietzsche, cuando el arte se viste con “la tela más usada”, es decir, cuando el artista emplea los recursos más ordinarios, más lúcidamente exhibe su poder creativo. ¿Acaso Sterne se esforzó por vestir su arte literario con la tela menos usada? No le importó que la tela fuera nueva o fuera usada. Son impostores.
Hay escritores que lo son aunque no quieran serlo. Poseen talento como France, o genio como Proust; y no tienen que preocuparse de mostrar que lo poseen. Esos escritores tienen estilo: tienen alma y hombría; y no se proponen ser originales, aunque inevitablemente lo sean, como Kafka. En ellos, la creación literaria es una impaciente necesidad, y no una absurda pretensión. Es un acto legítimo y no una punible arrogancia. Es un medio que se impone, y no una finalidad que se inventa.
En el discernir entre escritores que lo son solo porque quieren serlo, y aquellos que lo son aunque no quieran serlo, no aludo al grado de espontaneidad del proceso creativo. Tal proceso puede tener un mayor grado de espontaneidad, como se presiente en algunas obras de Coleridge; o un menor grado, como en Flaubert; o puede tener una proporcionada combinación de espontaneidad y de deliberado acontecer, como se insinúa en Poe o en Hawthorne.
No he querido decir que los escritores que lo son aunque no quieran serlo, están inexorablemente destinados a ser escritores. Quiero decir que ellos son la sede natural de un genuino impulso creador, que pugna por manifestarse. Darío aludió a ese impulso cuando, “ciego de ensueño y loco de armonía”, dijo: “La poesía es la camisa férrea de mil puntas cruentas que llevo sobre el alma.”
Post scriptum. Evoco a Nietzsche: “El mejor escritor será aquél que sienta vergüenza de ser escritor.” Y lo evoco otra vez: “Los escritores deberían ser considerados malhechores, que solo en casos rarísimos merecen el perdón o la gracia.”