Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Adrián Zapata
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La política, como práctica, obviamente gira alrededor de la lucha por conquistar el poder político del Estado o por mantenerlo. Sin duda, está desprestigiada, no sólo en Guatemala, sino en muchísimos países. Se le asignan atributos, casi todos negativos. Quienes la ejercen gozan de tremendo descrédito social. Se le culpa de todos los males, especialmente de la corrupción. Se contradice así algo que debería ser la norma: que la política sea una expresión relevante de la ética, tal vez la mayor.

Sin embargo, la democracia requiere de partidos políticos que gocen de legitimidad. Sin esas condiciones la democracia representativa está perdida y se abre la puerta a cualquier práctica de lucha por el poder que pase lo menos posible por la política. Esto parece incongruente, pero no lo es. El financiamiento es el quid de la desnaturalización de esta práctica, principalmente el ilícito y el anónimo, pero no sólo ese. En general, quien financia una opción política, en casi todo el mundo, espera cobrar con influencia sus inversiones en ella. Y eso no es característica de estos países tropicales, pasa en todas partes. Este tipo de aportes está muy lejos de ser filantropía y, lamentablemente, también distanciado de un genérico interés por identificación ideológica o programática; es un interés privado muy concreto, puro y duro.

Y, derivado de lo anterior, está la mercantilización y banalización de la política, en su práctica de ejercicio de poder, pero también en la lucha por conquistarlo. Me refiero a la compra de candidaturas, por ejemplo. También está el contenido histriónico que ha llegado a caracterizarla. La política se ha convertido, en gran medida, en un espectáculo mediante el cual se pretende conquistar o mantener al ciudadano/elector. La imagen se vuelve así lo prioritario, el contenido poco importa, si es que lo hay.

Pero, por extraño que parezca, al señalar su descomposición, lo que pretendo es ceder el paso a su relegitimación.

Hay que rescatar la política de los mercaderes de ella y de los magos de la superficialidad de la imagen.

Para lograr lo anterior hay que dignificar la política como una profesión. No puede ser, por ejemplo, que la primera responsabilidad política que tenga un neófito sea ser Presidente. Aunque ojo, lo anterior no significa que comprenderla como profesión justifique la inamovilidad de quienes la practican en el ejercicio de la función pública que conquisten, donde debe haber alternabilidad.

Es cierto que las reglas del juego deben cambiar y que se requieren reformas en la legislación para que se rescate la política. A pesar de esa verdad, hay una subjetividad, por consiguiente personalísima, que juega en ese espacio. Tiene que ver con valores, con principios (por trillada que estén estas palabras), los cuales aunque son socialmente inducidos, corresponde al ámbito íntimo de la individualidad asumirlos con coherencia.

Sin duda, los fenómenos políticos, complejos como son, no se pueden explicar en su esencialidad recurriendo a la dimensión privada de la política. Pero tampoco se comprenden si nos aferramos a las explicaciones sistémicas que no contemplen, por supuestamente intrascendentes, los aspectos individuales de quienes la practican.

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