Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

La sociedad anónima es el arquetipo del emprendimiento por cuanto facilita que una persona con una gran idea, pero sin capital, pueda gestionar financiamiento compartiendo su proyecto con inversionistas, quienes aportan su dinero a cambio de acciones. Es que, si el emprendedor tuviera fondos propios o los pudiera obtener de fuentes ordinarias (bancos o prestamistas), no necesitaría de socios; en su defecto, se ve compelido a vender acciones hasta el techo aprobado y con el dinero recolectado podrá desarrollar los planes. Desde la otra esquina, para el inversionista es también una oportunidad y una apuesta comprar esas acciones. Puede ser que valgan el triple en un año. De ahí el pujante movimiento bursátil en el que las acciones, cientos de millones de ellas, se mueven todos los días. De esa cuenta la bolsa es una turbina que impulsa toda la economía.

En Guatemala tenemos, ciertamente, bolsa de valores pero no funciona, ni de lejos, como en los grandes mercados. Son contadas con los dedos las acciones que se cotizan; casi solo se negocian valores y bonos del tesoro. Son varias las razones. En primer lugar, una de tipo cultural: las sociedades anónimas son formatos de uso personal o familiar; hasta negocios individualísimos se disfrazan de sociedades para aprovechar los beneficios de este esquema. Cuando se van heredando las acciones entonces se abre un abanico de grupos de accionistas, pero siempre en un entorno cerrado; solamente los descendientes de los fundadores pueden participar. En estos casos de grupos de accionistas se muestra un asomo, acaso el único del verdadero juego de la administración de sociedades anónimas.

Por ejemplo, no se ofrecen en los portafolios de nuestro mercado bursátil acciones de una cervecería, de cementeras, de comidas rápidas o de telefonía, constructoras, supermercados, etc. Las pocas que cotizan son de algunos bancos cuya conformación fue amplia, dispersa, desde el principio. Por lo mismo nadie estará motivado a invertir en pequeñas proporciones porque nuestra legislación no comprende ninguna protección para los minoritarios. No contamos aquí con legislación específica ni con una entidad controladora, como la famosa SEC (U.S. Securities and Exchange Commission). Sin embargo, sin llegar a esas comparaciones, tenemos al menos que mejorar nuestra vigilancia y normativa que facilite una mayor dinámica en estos mecanismos de inversión; es por ello que esta asignatura es de las que nos baja el promedio en el citado Doing Business.

Sigo con otra deficiencia que nos señala el Banco Mundial: los procedimientos de concurso de acreedores. Nuestra legislación y nuestra práctica son poco operativas. Se trata de escudar a quienes invierten (y así alentar la inversión). Se protege a aquellos a quienes un comerciante o empresa les deban dinero, ya sea por ventas, suministros u otros compromisos legítimos. ¿Qué pasa si “le va mal” al comerciante? (“Chapter 11”). En el Código Procesal Civil se contempla esta figura como concurso de acreedores y en lo penal se comprende la quiebra. Pero son contados los casos que concluyen felizmente.

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