Grecia Aguilera
La Luna cocuyo del planeta Tierra, siempre fue la novia mística, la joven diosa, enviada zahorí, sacerdotisa y vieja amiga de mi señor padre don León Aguilera (1901-1997), quien inspirado en esta perla cósmica la describió con exquisita belleza en una de sus ‘Urnas del Tiempo’ que tituló “Composición Lunar”, publicada en diario El Imparcial el 14 de agosto de 1973 y que a continuación comparto con ustedes: “Luna redonda con ligeros tintes rosas hacia el Occidente, cuando en el Oriente el Sol se detiene como enorme bola de oro sobre la cordillera asombrada de espeluznos lilarosados. Y entre ambos, la ciudad del poniente sumergida en la agitación de los ríos humanos que abandonan sus faenas en busca, unos del olvido en fáciles diversiones, otros para reposar sobre los bancos de los parques, y los demás apresurando su vuelta al hogar, o al domicilio en donde acampan como los beduinos sin rumbo. ¿Quién mira más allá de los techos hacia lo alto y lee su vida o su angustia efímera en los rayos nebulosos en una nube deslumbrante de blancura, o en otra que diluye granates? Me detengo. La Luna se eleva y en su plenilunio, es un alabastro poroso, como si los planetarios, los astronautas, no hayan violado su silencio antes eterno. Allí el sentido de soledad perpetua quedó roto. Los pies humanos se imprimieron sobre su dorso. Nada habrá que los borre en esa inmóvil quietud espectral. Ahora se alza, corazón de nácar, sobre los anhelos palpitantes de los hombres. Antigua venerada Artemisa, Luna la cazadora de estrellas. Mientras el Sol la contempla desde su fantástica lejanía. La copa de leche sideral se derrama a través de un aire suave, cálido, paréntesis dulce en la tregua de los hombres por la pugna entre sí por la posesión de las cosas efímeras y de la superpotencia de paso. Sólo quien se confunde con el sueño de esa Luna, provenida del espacio, borde del infinito, es quien en estos instantes de libélulas del viento, vive y se expande en la gracia de recibir el vaso de pálida luz, la luciérnaga redonda de plata, en el fondo de su pensamiento y su emoción. Lentamente, a medida que paso a paso retrocede el Sol, hacia las zonas rotatorias del planeta, la claridad selénica gana un alba fantasmagórica para la Tierra. Y quien conduce dentro un santuario para su emoción por cuanto se convierte en la magia del tiempo que se transmuta, está alerta a tomar esa Luna y colocarla allí, y de ese Sol conservar los deslumbramientos. Detenido, en medio del parque me vuelvo a la meditación de esa Luna. Pues se acerca como el ensueño, cuando el hombre vence su insomnio, duerme y penetra en los mundos quiméricos de donde recibe mensajes, ve cosas de ultramundos, gentes de otras ciudades en el más allá. Y esta Luna me sujeta a su hipnosis: una de suavidad, una de avidez de reflejarse en las pupilas lunadas de la pasión. En el lapso en que cada pecho se torna en la mística del amor, cuando el trémulo enlunecido de los follajes dice: besa, enlaza, ama con la intensidad de los jazmines en la oscuridad. Y la llamarada quieta, mezcla de lo áureo, del bronce, del pálido zafiro se desvanece en extraña franja. Caída en púrpura, la Luna se queda en el imperio dulce de la noche. Es una apelación a amortiguar los granitos, los guijarros, los vidrios quebrados del diario existir. Tomemos esa claridad láctea, y pongámosla como venda divina sobre las heridas del cuerpo y el alma. Apuremos ese sedante, mejor que cualquier químico para adormecer esta brasa de estar vivo, y que aun durmiente arde en ultramundos y fantasmagorías. Vamos siguiendo el curso de la ronda redonda lunar… por las calles soledosas. ¿A dónde nos lleva? ¿A dónde nos llevan el amor, la fantasía y el ensoñar?”