Alfonso Mata
Cada remada que daba Caronte en el Aqueronte, la engullía el silencio de su pasaje y la mirada de Cancerbero: la generación nacida de los revolucionarios del 44, progenitora de la del Conflicto Armado, era su carga. El compás de su marcha lo daba nuestra falta de sentido de responsabilidad mostrada para construir una paz nacional duradera, incapaces para enfrentarnos a apabullantes realidades de injusticias y latrocinios. Cada uno de los pasajeros: banqueros, políticos, militares, profesionales, religiosos, campesinos, al voltearnos a ver y rozar nuestras almas, percibíamos odio y rencor, seguíamos siendo enemigos de nuestra propia generación. Todos éramos culpables de atrocidades cometidas con mano propia o ajena; de los serios golpes políticos y sociales que llevaron a la muerte temprana a unos o a la infelicidad a muchos. Unos fuimos hechores y otros consentidores, todos culpables de falta de acción inteligente y crítica sana, ante los desmanes. Al final del viaje, algunos seríamos embalsamados de eternidad, marcada por nuestra falta de buena voluntad política y social y el reguero de infelicidad que construyeron nuestras abusivas formas de comportarnos; otros por su quietud y falta de acción ante esos hechos, dejando pasar el mal con buena voluntad. La balsa del viejo Caronte se cubría de silencio; nada había de que hablar, éramos reos creadores de seguir atolondrado, tortuosas maquinaciones y asaltos descarados a la dignidad humana; todos habíamos vivido, tras un mendrugo de realidad impostora de un hacer bien.
Sin movernos de lugar, atrás dejábamos los desechos de una política nacional o social, una nación descarrilada y sin buena voluntad por lo humano, habiendo sido sus constructores a base de destruir el más elemental sentido de humanidad: una fraternidad. Allá quedaban nuestros herederos dentro de las fauces del espacio y el tiempo. Unos metidos por su propio gusto en el atolladero del fraude y la delincuencia dentro de los poderes del estado, desangrándose ante el azoro de sus respectivos y hambrientos conciudadanos y en pugna irreconciliable. Otros dedicados a desplumar a cuanto cristiano nos pasara o no enfrente, nadie ajeno a la guerra entre políticos y gobernados, prohijando el fracaso de la democracia con asaltos descarados y encubiertos contra todo tipo de bienes y felicidad ajenos. Halla quedaba también una mayoría, incapaz de enfrentar ante una apabullante realidad llena de injusticias que apenas los deja respirar, desangrándose entre sí paulatinamente, arrastrados al hambre y a la zozobra, sin construir oposición sana e inteligente, sin perspectiva ni panorama aceptable para humanizar, prestos a victimizarse.
En medio de ese mar de eternidad, cruzó en lo que quedaba de mi mente un pensamiento: Triple culpabilidad: Falta de lucha por la independencia económica y política, por la elevación del estándar de vida de la mayoría y por afianzarnos sin temor y sin respeto a lo prohibido sepultando la democracia; tres condiciones que condenan a los hombres y los pueblos por una eternidad. Vino a poner fin a mis pensamientos, el verso de Bécquer «¡Dios mío! que solos se quedan los muertos».