Oscar Clemente Marroquín
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Durante muchos años escuchamos frases que señalaban a los gobiernos de corruptos o a los políticos como responsables de la podredumbre en que cayó nuestro país y por ello cuando en el año 2015 se produjeron las capturas de Pérez Molina, Baldetti y la gente de su gobierno, el aplauso fue unánime porque nadie puso en duda que gobernantes y políticos pudieran ser parte de los grupos criminales dedicados a saquear al Estado, aniquilando la posibilidad de que el mismo pudiera cumplir con sus fines de impulsar el bien común. Nadie, ni siquiera los más radicales enemigos de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, cuestionó las investigaciones y, por el contrario, hubo una sensación de euforia colectiva de que, al fin, se había destapado esa cloaca de cuya existencia nunca dudamos.
En otras palabras, siempre se aceptó que la corrupción estaba entre los políticos y por ello los gobiernos eran intrínsecamente corruptos porque estaban compuestos por los más destacados miembros de la clase política del país. Y se veía como obligado que, si una institución como la CICIG con el apoyo del Ministerio Público, le entraba al tema, los detenidos tuvieran que ser los que se enriquecían haciendo negocios desde sus posiciones de poder.
Pero se pasó por alto que el político corrupto no se limita a embolsarse dinero del erario, sino que además recibe jugosas mordidas porque en el soborno está el verdadero gran negocio. Y si atacamos la corrupción, era indispensable que se extendiera el campo de acción no sólo a los receptores de la coima sino también a los que históricamente se fueron especializando, hasta perfeccionarse, como los auténticos titiriteros que usaban la voracidad y ambición de los políticos de turno para asegurar que el Estado se mantuviera a su exclusivo servicio y beneficio. De allí la manera en que se acuñó la frase de “los dueños del país” porque hace referencia a los que históricamente, por generaciones enteras, han sabido mover los hilos de su inmenso poder económico para llegar a lo que finalmente se destapó como la verdadera cooptación del Estado.
Por supuesto que allí se produjo, como dicen las Sagradas Escrituras, el llanto y el crujir de dientes porque era intolerable que la CICIG y el MP incluyeran en la lista de los corruptos a gente de cierto pedigrí contra la que no se valía, contra la que estaba fuera de toda proporción, que se les llevara al banquillo de los acusados.
Que cayeran los Pérez Molina, Baldetti, Baldizón, Portillo y compañía era natural porque colectivamente eran identificados como los rostros de la corrupción, pero hasta allí tenía que haberse quedado el esfuerzo para que siguiera gozando de la unánime simpatía de la población guatemalteca. El paso que dieron los investigadores al llegar no sólo a los operadores de La Línea sino a sus beneficiarios y, peor aún, el que continuó con el destape de los vicios del financiamiento electoral, resultó inaceptable para la mera cúpula del eterno poder y allí arranca la orquestada campaña para detener la lucha contra la corrupción que a ojos de los llamados a seguir en el anonimato de la corruptela, se salió por completo de las manos, al punto de pedir la cabeza del mismísimo Iván Velásquez.