Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz Lemus

Mi crianza se dio en un callejón pequeño. Podía brincar de una banqueta y llegar a la de enfrente, o al menos podía romperme los dientes con ella, así de corta era la calle.

Soy de barrio céntrico. Salía y veía una procesión, o pintaba con yeso un avión en la calle para brincarlo en un pie con mis hermanos, sorteando tejos de cáscara de banano; o utilizaba los agujeros del pavimento para jugar cincos.

Todo era más pausado, la gente se conocía; al menos sabíamos los nombres.

Los chicos caminábamos juntos para ir a clases. No éramos pandilla, apenas palomilla. Los papás llegaban a almorzar, les alcanzaba para una siesta; que lento se movía todo. Se veía uno con su gente, y eso podía ser una suerte o una desgracia, dependiendo de la gente.

Un carnicero robusto y colorado estimuló mi pasión imaginaria. Me embelesaba pensando que algún día iba a meter trozos de carne en la máquina de moler. Fue mi primera idea de tener un oficio.

El lechero llegaba en bicicleta, vaciaba botellas de vidrio con leche cremosa que quedaba adosada a las paredes. Las tortillas las llevaba una mujer de corte, que luego puso un comedor en la cuadra. Fue mi primera experiencia con una tortillería de tres tiempos. Una señora que se apoyaba en una casa para vender tamalitos de cambray, con el tiempo compró la casa donde se recostaba.

Una vez me explotó un mortero y un sastre que vivía solo, me bañó la herida con aguarrás y me dijo que entrara a mi casa con la mano entre la bolsa y no dijera nada. Todo salió mal, pero me encariñé con él. Igual recuerdo con simpatía la sonrisa aguardentosa y sin dientes del basurero. El primer muerto en mi vida fue el viejito de una tienda de lepa, que vendía clavos, lija y cola. Quedaba a la par de una tienda de chistes colgando de un cáñamo que era para mí, la biblioteca nacional.

Había un hombre silencioso que siempre vestía camisa blanca y caminaba descalzo; no hablaba ni le hablaban; fue mi primer excéntrico. Un viejo de aspecto irlandés, pecoso y pelirrojo, era el que pinchaba las bolas. Una mamá guardaba los juguetes de sus hijos sin desempacarlos, y los ponía en una repisa para que sus pequeños los contemplaran babeando de ilusión. Otra doña, chismosa, cuidando la virginidad de su hija, no vio cómo sus hijos fueron quedando tirados en la banqueta, ahogados de borrachos; la virginidad igual se perdió con un viejo. Así fue como aprendí lo de la paja en el ojo ajeno. Los rudos del barrio eran dos hermanos, capaces de romperse la cara con cualquiera; la vida se las rompió a ellos.

Una señora lavaba trastos, lo hacía con arena que vendían dos mujeres famélicas siempre con un hijo a cuestas. Una mujer originaria, madre soltera, llevaba al centavo la tienda de dos esposos que parecían hermanos, se veían iguales y tenían dos hijas iguales a ellos. Ahí fue donde vi por primera vez, que la gente que convive se termina pareciendo, y que a veces hasta la locura se pega.

De la otra tienda llegaban los dueños a avisar que llamaban por teléfono, no puedo creer que pasaran esas cosas. Con un hijo de ellos supe de la homofobia, el padre la padecía.

Había gente sencilla, también aristócratas venidos a menos, y hasta un cartero de humos subidos por sacarse tres veces la lotería.

Todos los callejones circunvecinos eran como un calco; tal vez una cantina en alguno, pero nada más. Todos sabíamos quiénes éramos en aquel pueblo chico.

Algo de lo que soy tiene que ver con haber crecido ahí. Mi nostalgia mayor de aquel tiempo; la lentitud.

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