Adolfo Mazariegos
Cuando se habla de corrupción y de los daños que esta ocasiona a un Estado, todos tenemos, más o menos, definiciones y concepciones similares, por lo menos en lo concerniente a los efectos que puede llegar a tener en el conjunto de la sociedad; es decir, la sociedad vista como parte integral y necesaria para la existencia del Estado. Ahora bien, cuando hablamos de la ignorancia, esta puede ser interpretada desde distintos ángulos o puntos de vista que, las más de las veces, tienen una connotación que varía de acuerdo al tema que estemos abordando y a las dinámicas propias de este, aun cuando de forma genérica (por decirlo de alguna manera) la ignorancia es siempre ignorancia en el sentido del desconocimiento que un individuo pueda tener acerca de un tema o asunto determinado, ello, sin que decirlo así implique trato peyorativo en virtud de tal ignorancia. Sin embargo, cuando la ignorancia es abordada desde la perspectiva que supone desconocimiento del Estado, de cómo funciona (o debiera funcionar), y de todo aquello que implica gobernar, el asunto adquiere dimensiones especialmente particulares, no sólo por todo lo que dicho ejercicio conlleva, sino por las formas y procedimientos que deben observarse y guardarse en el marco de la función pública y de la diplomacia como parte de la política externa e internacional de un país. En ese sentido, el asunto se torna realmente grave si cuando se ejerce el poder gubernamental (en virtud de un mandato otorgado por la ciudadanía mediante el sufragio en un proceso eleccionario) se hace una suma de ignorancia más corrupción, puesto que ello, de más está decirlo, puede llevar al Estado por derroteros realmente preocupantes y peligrosos de cuyas consecuencias podría resultar muy difícil y prolongada la recuperación. Resulta inadmisible, por tanto, que un funcionario, dignatario, o mandatario de alto rango actúe a la ligera, con formas poco meditadas o con una doble finalidad en función de proteger determinados intereses particulares y oscuros, dado que quien termina pagando las consecuencias de la ignorancia e ineptitud, sumadas a los actos corruptos dentro de la administración pública, usualmente es la clase menos favorecida socialmente. Y fácil resulta aseverar, a manera de justificación, que un pueblo tiene el gobierno que se merece en tanto le ha elegido –electo– libremente sin medir las consecuencias de su decisión poco meditada o poco informada (que tampoco debe pasarse por alto); o indicar maliciosamente que la corrupción es producto de ideologías que sólo pretenden hacerse con el poder a como dé lugar. Bien sabemos que el asunto no va realmente por ese rumbo. La corrupción no es un asunto de ideologías, y asegurarlo ya resulta trasnochado. No obstante, la ignorancia sí tiene mucho que ver en ello, puesto que un ignorante es mucho más fácil de conducir por veredas oscuras e inhóspitas de las que muy probablemente no sabrá cómo salir, arrastrando en ese proceso, quizá, a un pueblo entero carente y necesitado de verdaderas opciones. Vale la pena considerarlo en la actual coyuntura.